jueves, 28 de abril de 2011

El retorno de lo reprimido


“No cuentes lo que hay detrás de aquel espejo, no tendrás poder, ni abogados, ni testigos…” Canción de Alicia. Serú Girán
Es probable que si un lector muy poco avezado con la historia reciente de nuestro país hiciera una lectura de la última novela del escritor Martín Kohan, Ciencias morales, lo asaltaría la sensación de que en el libro hay algo que no se cuenta, algo que ha sido subrepticiamente puesto a un lado, como si el narrador hubiera decidido dejar fuera del relato al gran protagonista de la historia: el contexto histórico-político. Paradójicamente, aún cuando esa percepción es correcta, cabe asimismo reconocer que si en algo acierta Ciencias morales es en erigirse en una novela que ancla con gran rigurosidad en la época de la que busca dar cuenta. Sólo que esa contextualización está construida de manera sintomática, con elementos narrativos que desplazan el eje temático desde el centro hacia la periferia. Claro que ese corrimiento es deliberado, pues se halla al servicio de tensionar la trama al extremo de convertirla en la punta de un iceberg, en el síntoma de aquello que el autor ha preferido dejar oculto a la vista del lector.

Inscripta en la larga tradición de las novelas ambientadas en claustros educativos, de la cual la literatura argentina posee un antecedente próximo en Juvenilia (1884, Miguel Cané), Ciencias morales también edifica su espacio ficcional puertas adentro del Colegio Nacional de Buenos Aires. Sin embargo, y aun cuando el libro de Kohan juega en forma consciente con los puntos de contacto que remiten a la novela de Cané (utilizó incluso el nombre y el apellido del autor como seudónimo para presentarse al concurso del XXV Premio Herralde, en donde resultó ganador; y varios capítulos se titulan Juvenilia), Ciencias morales está concebida como el reverso de su antecesora. El mapa histórico político en el que cada una se inserta –la Argentina de 1880 y la del 1980- no es el único elemento distanciador, los puntos de vista y los tonos elegidos para puntear las narraciones imprimen las diferencias entre una y otra. La novela de Cané es la evocación en forma de anecdotario de las andanzas del propio autor durante su escolaridad en el prestigioso establecimiento, en donde se ha formado la clase dirigente del país. Ya desde el título se concibe el tono luminoso y nostálgico que recorre su prosa, una linealidad que se encuentra en las antípodas de Ciencias morales. Kohan, en cambio, prefiere desechar el registro autobiográfico –pese a que él también ha pasado por las aulas del colegio- y construye un relato menos personal y más distanciado, en el cual la voz de un narrador omnisciente nos pasea por los pasillos del claustro detrás de los pasos de un personaje que funciona como una metáfora de la época. María Teresa, la preceptora de tercero décima, es la figura sobre la que recae el peso de la narración. Ella es una de las tantas personas a cargo de la disciplina del lugar, y ejerce su función con una puntillosa obsesividad. La misma que Kohan pone en el despliegue de su prosa a través de la reiteración de las acciones y la descripción minuciosa de los detalles. María Teresa debe cumplir con la tarea para la cual ha sido asignada: controlar el comportamiento de los alumnos, pues a su vez ella también es vigilada por el jefe de preceptores, quien a su vez es vigilado por el vicerrector. La trama construye a la perfección este escalonamiento de miradas que circulan a semejanza de un sistema panóptico en el que vigilar y castigar son las únicas formas de reglar el buen funcionamiento de una sociedad. Pero María Teresa lleva el sistema al paroxismo y edifica un mecanismo perverso en el cual queda irremediablemente atrapada. A partir de que se le instala la sospecha –que poco a poco se convierte en cabal convencimiento– de que algunos alumnos varones podrían estar fumando cigarrillos en el baño mientras transcurre el recreo, la joven se enreda en una serie de extrañas acciones que la conducen a transgredir las normas del ejercicio de su oficio, las del colegio, y las que rigen su propia moral interna, todo en pos de velar por la buena disciplina y el orden.

La novela trabaja de esta manera dos niveles de tensión distintos, uno es el que se genera a partir de la supresión de cualquier mención explícita del contexto en el cual transcurren los hechos: la guerra de las Malvinas; el otro es el que surge a partir de la represión que María Teresa ejerce sobre sí misma para suprimir cualquier esbozo de aparición del deseo. En el país se libraba una guerra; en el interior del colegio y de María Teresa, una batalla.

El trabajo que Kohan realiza con aquello que se reprime o no se nombra, pero cuya resonancia se expande por sobre todas las cosas como la vibración de un eco, es lo que le otorga a Ciencias morales el tono perturbador e inquietante, el clima enraizado que nos obliga a los lectores a perseguir su lectura hasta el final. Un final en donde la irrupción de lo real se presenta abrupta y obscena, como siempre se muestra la realidad cuando se abandonan los esfuerzos por seguir ocultándola por debajo de una superficie turbia.


El libro de la vida


 Quienes nos acercamos a la literatura con cierta frecuencia sabemos que un libro no es solamente la puerta de ingreso a un universo sorprendente, multifacético, expansivo, diversificador -salvando las distancias y los matices entre los mismos, claro-, sino también, un pasaporte a la eternidad de las vidas acerca de las cuales la literatura da cuenta. Y, lógicamente, a la de quienes las escriben.
Brooklyn Follies, último libro de Paul Auster, cumple con cada una de estas condiciones, incluso con la de seguir acertando en lograr lo que ya han obtenido sus obras anteriores: la perpetuidad de su nombre en el limbo de los grandes escritores contemporáneos.
Tal como le ocurría a Sydney Orr, el personaje de su anterior novela La noche del oráculo, el protagonista de Brooklyn Follies, Nathan Glass, es un hombre que debe enfrentarse con lo que queda de su vida luego de atravesar un cáncer. Y que encuentra en ese trayecto que va de la enfermedad a la salud dos recursos básicos que funcionan como antídoto frente al temor: la conexión diaria con la ciudad en la que vive (Brooklyn), con su ritmo, sus rincones, sus habitantes, y el trabajo de la escritura como el espacio para la construcción de su salvación. En consecuencia, logra transformar un tiempo "muerto" en un tiempo útil y, además, lúdico.
Es por esto que eso que decíamos al comienzo, respecto de esta condición refractaria de la literatura en general, funciona también en el caso de Sydney y en el de Nathan. Ambos, conscientes de la finitud de sus vidas, descubren en el oficio de escribir un ámbito de resistencia frente a lo irreversible, un espacio de trascendencia real que excede la mera contingencia de los cuerpos.
Nathan habita los días previos a los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001, su estado civil denuncia un matrimonio acabado; su condición de padre culpógeno, una relación complicada con una hija ya adulta. El desbastador pasado reciente lo conduce a enamorarse platónicamente de una moza, a reencontrarse con su fracasado sobrino (Tom) a quien no veía desde hacía siete años, y a construir con éste, su sobrina de nueve años y su ocasional jefe (Harry) un vínculo casi familiar.
Nathan elige regresar a su Brooklyn natal para morir, pero la ciudad lo cobija y le brinda en cada uno de sus espacios diversos motivos para vivir. Y es debido a esa sintonía de absoluto registro del entorno que la vida recobra intensidad, se vuelve productiva y valiosa. Fiel a su espíritu de escritor decide, entonces, comenzar la escritura de un libro al que denomina: El libro del desvarío humano, y que, en definitiva, no es otro que el que nosotros, los lectores, tenemos en nuestras manos. El mismo se convierte en la recopilación minuciosa del acontecer diario de estos personajes con quienes Nathan se cruza a diario. Y es a través de este pormenorizado trabajo de recopilar vidas y anécdotas ajenas que Nathan logra recuperar la propia.

Paul Auster pone, de esta forma, en manos de su personaje aquello que él mismo hace: pasearnos por las páginas del desvarío humano como si se tratara de un viaje con innumerables destinos. Su capacidad de narrador permite partir de un punto inicial para luego dividirse en infinitos destinos como si de una muñeca rusa se tratara. Una historia siempre contiene otra historia que, a su vez, contiene otra. Un personaje nos conecta con un personaje que, a su vez, nos conecta con otro. Y así hasta que en algún momento todo comienza a unirse como en una composición musical, cuando los acordes dejan de sonar solos para sumarse y conformar la pieza.

Con una prosa precisa y límpida, despojada de circunloquios y clichés, Paul Auster nos demuestra que si bien la literatura no puede frenar el destino contingente del ser humano, sí puede -al menos- cristalizar en palabras las singularidades de todas nuestras frágiles vidas. Pues si bien los libros no evitan la finitud de la existencia, al menos nos devuelven la ilusión de permanencia de quienes alguna vez pasaron por ella.


miércoles, 27 de abril de 2011

El mundo de las pequeñas cosas



Escribir es hacer foco, es detener la lente de la pluma en un momento y un lugar determinados, es elegir una parte ínfima del universo y convertirla en el todo. Pocos son, sin embargo, los escritores que lo consiguen, acosados por la idea de querer crear el universo a través del total y no a partir de una mínima partícula. La gran mayoría se pierde en aburridos andamiajes en donde la reflexión toma el lugar de la acción o la acción no deja espacio para la reflexión. Sólo algunos logran encontrar la fórmula de ese adn para reproducir el mundo entero en cada frase o cada palabra escrita, como si las partes fueran en sí mismas el todo y el todo, necesariamente, la suma de cada una de las partes. 
Jhumpa Lahiri, demuestra en su último libro Tierra desacostumbrada que se puede mostrar el funcionamiento del universo a partir de detenerse a observar el movimiento de un pequeño átomo. Lahiri nació en Londres, de padres bengalíes, pero a la temprana edad de dos años se trasladó con su familia a Rhode Island, en Estados Unidos. Su carrera literaria no es ajena a este recorrido. Una mujer criada en el seno de una familia con fuerte raigambre en las costumbres hindúes, pero inmersa en el centro de la cultura occidental. Del juego de esta dialéctica se desprende una prosa rica en matices, sabia en los tonos medios, compleja en su sencillez. Lahiri orbita sus textos alrededor de dos constantes: la inmigración y la búsqueda de una identidad, pero estos temas son tangenciales a otros que cobran mayor dimensión y profundidad, y le imprimen a las historias cierto aire universal: el amor, la familia, el desencanto, la desdicha, la persecución de la felicidad. 
Tierra desacostumbrada está estructurado en dos secciones que forman un conjunto de ocho cuentos, de los cuales los últimos tres –que son la segunda parte del libro- constituyen una historia entera escrita desde tres puntos de vista narrativos. Una proesa literaria que pone a Lahiri a la altura de los grandes escritores y la ubica, a su vez, más cerca del género de la novela que del cuento, no solo por la extensión de cada historia, sino por el grado de complejidad en el que se subsumen. Cada una condensa un pequeño universo de personajes que por un motivo u otro se encuentran en una tierra desacostumbrada y desde allí deben echar raíces nuevas o desprenderse de las que cargan por herencia. Son padres, hijos, hermanos, maridos, esposas o amantes, cuyos vínculos se hallan atravesados por alguna situación que los tensiona, que los vulnera, que los obliga a tomar decisiones y a abrirse caminos, a poner a prueba la fortaleza de los lazos. El primer cuento y el último son, quizás, los más logrados, en ellos Lahiri demuestra que las grandes emociones no necesitan del exceso para ser transmitidas, sino mas bien de la prudencia, de la prosa cadenciosa, pausada, respetuosa de las palabras y de los silencios. Y sus personajes responden a la misma idea de mesura. Sin embargo, debajo de esa aparente calma emocional, de esa narración sosegada, se agitan pasiones encontradas que, a medida que se avanza con la lectura y la trama se despliega, comienzan a salir a la superficie hasta desbordarla. Y después de esas pequeñas rupturas, de esas grietas que resquebrajan ese dudoso sosiego, ya nada podrá volver al estado de situación anterior. 
Lahiri narra por acumulación, por extensión, por la sumatoria de sentidos, y es imposible mantenerse ajeno a esta escalada emocional cuando uno lee sus textos, hay un trabajo fino de reconocimiento en sus personajes, en las situaciones descriptas, en las formas de pensar y de sentir, pues Lahiri sabe que la tierra desacostumbrada a la que alude no es solo la ajena a la del terruño, a la de los antepasados, a la de la herencia, sino ese terreno indómito, insondable y a la vez tentador –por su imposibilidad de ser alcanzado– de los Otros. 






jueves, 7 de abril de 2011

La guerra y casi la paz




Una de las mejores novelas de la literatura clásica -sino la mejor- La guerra y la paz, escrita por el escritor ruso León Tolstoi, fue publicada en forma completa en el año 1869. Esta obra cumbre relata, desde una visión épica y realista, las vicisitudes que debe atravesar la sociedad rusa tanto en el período anterior a la invasión napoleónica, como durante la propia guerra, y mientras se recompone la paz luego de la derrota del ejército francés. Tolstoi pinta este vívido retrato de la Rusia zarista y la ofensiva napoleónica en 1812 con la precisión y la lucidez que otorgan no sólo la maestría de una pluma privilegiada, sino también, la distancia que el transcurso del tiempo permite para abordar los acontecimientos históricos. Así pues, el espacio que medió entre los hechos y su escritura es lo que contribuyó a que la novela alcanzara esa depuración que sólo a las obras maestras puede atribuírseles. Tolstoi amalgamó en casi mil páginas la pintura de toda una época y, con ello, el pasaje entre el clasicismo y la modernidad. ¿Pero por qué esta asociación entre La guerra y la paz Suite Francesa? Vayamos por partes, ¿quién fue Irène Némirovsky (Kiev, 1903 - Auschwitz, 1942)?
Recién conocida para nuestras letras a partir de la publicación en español de su obra póstuma, Suite francesa, Némirovsky fue una escritora de oficio, nacida en el seno de una familia judía, rusa y burguesa, creció bajo el favorable y, a la vez, infausto influjo de esas tres condiciones que marcaron su destino de forma inevitable. De niña se vio obligada a huir -como consecuencia de la persecución bolchevique a la figura de su padre- de Rusia hacia Finlandia, luego a Suecia y, finalmente, a Francia, lugar en donde pasó el resto de sus días. Estudiante de Letras en la Soborne, recibida con mención de honor, Némirovsky dedicó su vida a la escritura con éxito, ya que logró publicar sus obras sin dificultad y obtuvo -desde su primera novela- el bien merecido reconocimiento de los lectores y de la crítica. 
Suite francesa, su último libro, es el relato de los días previos a la invasión alemana a Francia, durante la primavera de 1942. La historia se inicia con una primera parte en donde se relatan los pormenores trágicos que deben atravesar distintos personajes en su improvisada huída de la guerra que comienza a asediar la ciudad de París: las rutas de ese éxodo masivo, las estaciones de trenes atestadas de familias, los autos atascados en los caminos sin poder avanzar, la gente cargando su vida material a cuestas, los enfrentamientos entre la burguesía y el pueblo, ambos expuestos al mismo mal; hombres huyendo con sus amantes, niños llorando su orfandad, y algunos pobres prestos a resistir con dignidad. Todos esos seres se mueven de forma casi frenética mientras las bombas les pisan los talones. La segunda parte, un poco más reposada que ese cuadro tan variopinto, se centra en la intensa relación que se establece entre una joven francesa, cuyo marido se ha ido a luchar al frente de batalla, y un soldado alemán a quien ha debido alojar como consecuencia de la invasión.
Si bien todo este panorama tiene su gran cuota de tragedia, no es a partir de dicho recurso que Némirovsky lo delinea, sino que tiene la osadía de recurrir a los condimentos de la comedia para trazar los detalles que mejor puedan pintarlo sin quitarles por ello su importancia como dramático acontecimiento histórico. Y es justamente aquí en donde puede captarse el magistral andar de sus huellas, en la capacidad para brindar un estremecedor fresco de una época violenta y bestial sin teñirlo de puro dramatismo. Sus mismas palabras volcadas en sus notas lo dicen: "…los hechos históricos, revolucionarios, etc., sólo hay que rozarlos, mientras se profundiza en la vida cotidiana y afectiva y, sobre todo, en la comedia que eso ofrece".
Ahora bien, esa distancia que se necesita tomar para poder observar los hechos con la frialdad de quien va a pasarlos por el tamiz de la comicidad no es algo que se pueda forzar sin caer en el improperio, es la consecuencia necesaria de la posibilidad que brinda el tiempo de echar paños fríos a unos acontecimientos que, mientras transcurren, sólo se puede padecerlos. Tolstoi pudo, por su parte, describir la tragedia de los rusos con una precisión de entomólogo recién varias décadas después de que ésta ocurriera.
Irène Némirovsky comienza a escribir Suite francesa hacia principios de 1942, en Saône -et-Loire, sitio en donde se había recluido con su esposo y sus dos hijas, huyendo del inicio del ataque alemán a París. Fiel a su costumbre de trabajar la obra junto con un diario de notas, escribe la novela con la ambiciosa intención de describir en unas mil páginas el fresco de los acontecimientos que Francia -y ella misma junto a su familia- acababa de vivir apenas unos días atrás. A la par que redacta un testamento por el cual deja precisas indicaciones a la tutora de sus hijas para el cuidado de éstas, en caso de su propia desaparición y la de su marido. Asimismo, le escribe a su director literario, avisándole del inicio de la novela y anunciándole el probable carácter póstumo de la misma. Irène ya adivinaba su trágico devenir. Pero nada la detuvo hasta alcanzar las casi cuatrocientas páginas del libro, momento en que es detenida y deportada -al igual que otros miles de judíos- a Auschwitz, en donde la asesinan un mes después, y donde también encontrará la muerte su esposo, apenas unos meses más tarde.

Irène Némirovsky no necesitó de la distancia inevitable que impone el paso del tiempo para retratar con extrema lucidez (casi me aventuro a afirmar, con una lucidez sin igual en las letras del siglo XX) y hasta con humor la desgracia de una época que le fue encarnadamente contemporánea; su propio "sino" trágico. Pero su ambiciosa empresa de obra cumbre se vio abortada por las trágicas circunstancias que ella misma atestigua.
Suite francesa alcanzó a reflejar los tiempos de la guerra, el nazismo no le permitió retratar los tiempos de la paz.