miércoles, 25 de mayo de 2011

Los desencantamientos




Estoy terminando de leer la última novela de Javier Marías: Los enamoramientos.

Muy buen libro. ¡Pero cómo me aburre!

En breve haré mi comentario.







miércoles, 18 de mayo de 2011

El corazón caliente


La mayoría de los libros de Almudena Grandes son como ella: grandes, en un sentido literal y metafórico del término.
Almudena es una mujer que no pasa desapercibida, tiene una presencia que se impone  tanto cuando se mueve como cuando habla.  Su voz es grave y áspera, y sus palabras poseen sagacidad e inteligencia en idénticas proporciones, al igual que sus libros, que pueden gustar más o gustar menos, pero nunca  producir indiferencia. Esa desmesura para narrar no es solo pasible de ser medida en cantidad de páginas escritas, sino también en la intensidad de las historias relatadas.
Esto pensé el día que la conocí, una tarde de domingo en la Feria del Libro. Yo llevaba un par de horas parada afuera de la sala en donde se iba a realizar la charla, a la espera de que los organizadores abrieran las puertas para dar inicio al evento. Y de pronto la vi acercarse caminando por el pasillo. Venía acompañada por su representante y gente de la casa editorial que la había traído a Buenos Aires. Tenía puesta una campera de cuero negra, grande, muy poco ceñida al cuerpo, un pantalón tipo sastre, y fumaba un cigarillo con el ímpetu de quien fuma el último. Todo lo cual le daba un aspecto bastante rudo a su figura, como de exceso. Me costó al principio darme cuenta de que era ella, pero el recuerdo de su cara en las solapas de sus libros hizo a un lado mis dudas y refrendó mi sospecha. Esa mujer con esa imponencia era la misma que me había deslumbrado en la adolescencia, cuando leí su novela erótica Las edades de Lulú. Había venido a dar una charla sobre no recuerdo qué tema, junto a otro escritor español, que estaba en la lista de los libros que la editorial Tusquets había publicado por esos días. Pero todos los que estábamos ahí sentados en esa sala habíamos ido solo a escucharla a ella. Y ella habló casi sin parar para tomar aliento, de la misma manera que uno se lanza a lectura de sus libros. Contó lo que deseábamos conocer, de dónde habían salido las casi mil páginas de El corazón helado.




Cuenta la anécdota que una tarde del año 1972, Almudena, por aquel entonces una joven de apenas 12 años, se sorprendió al descubrir en una revista del corazón una foto de la cantante y bailarina Josephine Baker en una de esas poses cuya imagen luego recorrió el mundo: semidesnuda y con una pequeña falda de plátanos sujetada en la cadera. Pero su sorpresa fue mayor cuando su madre -al reconocer el asombro en la cara de su hija- le comentó en forma casi aligerada que su abuela la había visto bailar en persona en un teatro de Madrid a fines de los años '20. En un principio, el impacto se debió a que para Almudena se reveló de pronto, y en tan solo un gesto, toda la modernidad de una abuela que había tenido la osadía de asistir a un espectáculo de vodevil cuando el siglo XX apenas despuntaba. Pero claro, ese desfasaje entre lo que ella imaginaba que había sido la época en la que su abuela había sido joven, lo que realmente habían sido aquellos años, y, por otra parte, las posibilidades de libertad -cultural, artística, política o ideológica- de las que ella misma gozaba durante su juventud, respondía a una pregunta mayor. Respondía a la historia de una España que había sido escindida en dos, un país que había roto los hilos de la memoria, y que, como consecuencia de esa ruptura, a los nietos no les resultaba creíble la vida de sus abuelos, y menos aún, la posibilidad de reconocerse en ella.
El eco de esta pregunta quedó resonando en la Almudena que luego se convertiría en escritora para, recién al cumplir cuarenta años, comenzar a esbozar los lineamientos de una respuesta. De su respuesta. El resultado de ese andamiaje echado a andar treinta y pico de años antes lleva el nombre de El corazón helado, y es una magnánima novela en donde su autora busca reconstruir ese tejido de memoria colectiva que en algún momento de la Historia se resquebrajó, dejando escindidas las vidas de casi cuatro generaciones de españoles.
Todo el relato está construido a partir de dos grandes bloques o sub-relatos que avanzan y retroceden en paralelo hasta encontrar un punto de convergencia; cada uno de ellos refiere a una época y a una historia familiar, y ambos edifican las dos caras de un país de las cuales una, a decir de Antonio Machado, “ha de helarte el corazón”.
Uno de los bloques está narrado en primera persona por la voz de Álvaro Carrión y nos adentra en la vida de su recientemente fallecido padre, Julio, un hombre tan exitoso y afortunado como carente de escrúpulos, franquista por conveniencia más que por convicción, y que carga sobre sus espaldas un pasado espurio, lleno de traiciones, ocultamientos y mentiras. La voz de la otra parte de la novela queda en manos de un narrador omnisciente que sigue los pasos de Raquel Fernández Perea, nieta de Ignacio Fernández Muñoz, uno de los tantos republicanos que debió exilarse en Francia, y la mujer en la quien Álvaro se va a perder sucumbiendo a un amor que se aviva en las llamas de rencores antiguos y ajenos. Si bien estas son las criaturas que mueven las ruedas de una trama tan compleja como amena, la novela es mucho más que una historia de amor o venganza, es la suma de otras tantas historias que orbitan alrededor de estas dos familias que atravesaron los años de la Guerra Civil y del franquismo, y que saben que las heridas no cicatrizan si no se las deja primero arder en alcohol.
Hay en El corazón helado una conjunción de buen oficio narrativo, como en todas las novelas de Almudena, y de una gran capacidad para tomar de la mano al lector y conducirlo hasta el final sin permitir que sienta deseos de soltarla, aun cuando por momentos la lectura pueda parecer una tarea inagotable por la magnitud de la obra. Quizás esta dimensión extraordinaria, esta sensación de desborde que recorre algunas de sus páginas -en sintonía con su extensión-, y la misma desmesura que por momentos cobra ese amor entre Álvaro y Raquel, no sea más que la metáfora de aquello que, silenciado y acallado en el pasado, puja por cobrar una nueva forma, por ser nombrado, como una instancia necesaria para dotar de sentido al presente y poder coser los hilos finos de una memoria que hasta hace muy poco dormía el sueño de los débiles.

La misma dimensión apasionada que impone su presencia, esa con la que escribió, en la primera página de mi ejemplar de El corazón helado, la dedicatoria que le pedí cuando, al final de la charla, me acerqué a saludarla:
“Para Daniela. Y ojalá esta larga historia española le caliente el corazón. Un beso. Almudena Grandes”.




jueves, 5 de mayo de 2011

El curioso caso de un libro olvidado



Hasta hace unos pocos meses, el nombre de Andrew Sean Greer no era conocido por mí. No había visto ninguno de sus libros en las librerías argentinas ni había leído, en los suplementos culturales, ninguna nota en donde se lo citara. Era para mí un perfecto desconocido. Hasta que encontré Historia de un matrimonio entre las novedades de Salamandra, una editorial a la que sigo de cerca, pues tiene uno de los mejores catálogos del mercado. Me bastó la lectura de las primeras dos páginas para darme cuenta (como suele ocurrirme con los buenos escritores) de que estaba frente a un libro magnífico, que iba a calar hondo en mi cabeza y de cuya lectura no iba a salir indemne. No voy analizar Historia de un matrimonio, pues no es esa mi intención en esta oportunidad, sino simplemente quisiera contar lo que me pasó después de leerlo.

Uno no encuentra escritores brillantes todos los días, por el contrario, descubrirlos implica muchas veces hacer un verdadero trabajo de inteligencia dirigido a sortear los designios a los que nos someten algunas editoriales, que por momentos parecen más interesadas en complacer al “selecto” (y a veces perverso polimorfo) gusto de los críticos que al de los lectores “comunes” en una especie de operación de distanciamiento de sus propios intereses (los libros, afortunadamente, siguen leyéndose más por la recomendación del boca a boca que por la de los críticos, a diferencia de lo que ocurre con las películas. Deberían anoticiar de esto a las editoriales).
Asi que para llegar a Andrew Sean Greer y su Historia del matrimonio tuve que sortear, además de esa, otras dos dificultades. La primera: conseguir que me cambiaran un libro (que había recibido como regalo de cumpleaños) de un reconocido autor argentino, cuya prosa me resulta por completo indiferente. Aunque, para ser sincera, indiferencia no es lo que mejor define lo que siento cuando leo sus libros, es más bien un adormecimiento, una gran confusión causada por una escritura enrevesada por demás, y no por la complejidad de sentidos que trabaja, sino más bien por no trabajar ninguno en esa carrera absurda que juegan varios escritores actuales en pos de ver quién consigue traspasar más los límites de una vacua e insulsa modernidad. Lo más grave, sin embargo, no es que sus libros produzcan somnolencia, sino que el mentado escritor haya sido galardonado con el Premio Herralde de Novela: una de esas atrocidades que a veces cometen los jurados (supongo que como parte de ese mismo mecanismo perverso que comento más arriba).
La segunda: encontrar el libro, perdido en lo alto del último estante de la última sección de una de las bibliotecas de la librería El Ateneo, sitio al que solo se accede a través de una escalera, bien lejos del alcance de la vista y, ni qué decir, de la mano. Pero mi desarrollado instinto (solo aplicable en el caso de los libros) supo conducirme hasta él.  Lo que vino después fue una de esas experiencias pasionales a las que me entrego cuando leo algo que me gusta. Una verdadera puja entre el deseo de avanzar en la lectura con premura para poder terminarlo y el goce de retrasarla un poco para no acabar tan pronto con el disfrute. Las doscientas páginas de Historia de un matrimonio transitan todo el tiempo por un fino equilibrio muy difícil de lograr entre dos líneas que muchos otros escritores creen que son contrapuestas: las de la inteligencia y la emoción. Andrew Sean Greer alcanza el grado máximo –a mi entender– que se puede lograr en la escritura: emocionar con lucidez. Y cabe aclarar que tanto una como otra no caen en los lugares comunes propios de su naturaleza. Cuando digo inteligencia me refiero a una prosa deslumbrante, cuidada al extremo y llena de preguntas más que de certezas. Y cuando hablo de emoción no me refiero solamente a su contenido romántico, sino a algo más elevado, a un estadio superior en el que la emoción se produce tanto por el sentimiento como por la razón, tanto por la historia como por la forma en que ésta está narrada. Son tan emotivas la relaciones entre los personajes como las preguntas existenciales que surgen a partir de lo que a ellos les acontece. Y éstas no son una mera exposición de disquisiciones filosóficas como si de un ensayo o un manual de Filosofía se tratara (algo a lo que son afectos esos escritores que compiten por quién alcanza la mayor vacuidad), sino el resultado de un movimiento dialéctico de escritura preciso, en donde el sentido paradojal se manifiesta casi de manera espontánea dejando al descubierto la extraña naturaleza de las cosas, tal como un hueso es revelado en una radiografía.


Deslumbrada, fascinada, ansiosa por seguir leyendo a un escritor tan lúcido y talentoso, busqué sus libros anteriores por el circuito de librerías que acostumbro visitar sin éxito alguno. Evidentemente para el mercado editorial nacional, Andrew Sean Greer es poco menos que un ignoto o un escritor menor a quien no vale la pena imprimir ni hacer correr la tinta.
La suerte quiso que a las pocas semanas de terminar Historia de un matrimonio viajara a Nueva York. El inesperado frío de una primavera que se presentaba bastante tardía me llevó a recorrer los negocios antes que los senderos del Central Park. Entré entonces a Barnes & Noble con la ilusión de saciar mis ansias, aun a sabiendas de que la lectura en inglés, seguramente, me dejaría más de un término o de un giro perdido en el camino. Me alcanzó con pronunciar el nombre de ASG para que el vendedor se dirigiera enseguida al estante correcto y tomara de allí dos ejemplares, el que yo ya había leído y una novela anterior, publicada en el año 2004, de la que en Buenos Aires no había tenido noticia: The confessions of Max Tivoli (Las confesiones de Max Tivoli). La tapa me sorprendió: una leyenda en el centro informaba que el libro había sido “national bestseller”. Luego miré la contratapa y mi sorpresa fue mayor al descubrir los elogios de dos prestigiosos nombres:  John Updike y Michael Cunningham. Dos razones más para no comprender por qué el libro no había sido publicado en Buenos Aires. Sin embargo, aún no había descubierto lo más sorprendente. 






Nadie que haya ido de paseo a Nueva York puede pensar que es una ciudad en dónde uno –como turista– va a pasar el tiempo leyendo muchos libros. Más bien es esperable lo contrario. La ciudad que nunca duerme invita a ser recorrida, a mantenerse en movimiento y solo entregarse al sueño después de una sabrosa cena y un buen vino. Pero los libros me pueden tanto como la ciudad, asi que esa noche, al volver al hotel, después de cumplir con todos esos rituales a los que NY invita y a los que cuesta resistirse, me puse a leer The confessions… . Las dos primeras páginas, como siempre me sucede, bastaron para darme cuenta de que estaba frente a un gran libro, pero esta vez me arrojaron algo más: que esa historia ya la había leído. Al principio pensé que quizás era un efecto de la copa de vino que había bebido, las situaciones me sonaban casi textuales de otro lado. Avancé un poco más y enseguida supe que The confessions of Max Tivoli narraba la misma historia que relataba una película que había visto hacía relativamente poco tiempo: El curioso caso de Benjamin Button. Idéntica historia e identicos elementos narrativos! Sorprendida como estaba, recorrí el libro buscando algún indicio que confirmara mi descubrimiento, alguna mención a la posterior película, al director, al éxito de las nominaciones al Oscar, pero nada. La contratapa solo transcribía las excelentes críticas que el libro había recibido al momento de su publicación en medios como: The Washington Post, The New Yorker, The New York Times Book Review, The Miami Herald, The Times (London), y una lista bastante más extensa.
Debo confesar que no dejé de disfrutar de mi viaje por la duda que empezó a carcomerme desde ese momento, pero lo primero que hice al encender mi computadora, una vez que llegué a Buenos Aires, fue buscar la película en Imdb, la base de datos más completa en material de cine que se puede encontrar en Internet. Y allí estaba la información de El curioso caso de Benjamin Button, completa, con los premios y nominaciones, los nombres de su director, guionista, productores, actores… todo, y ni una sola mención a The confessions of Max Tivoli. La historia completa de este “curioso” y despiadado plagio la pude reconstruir solo a partir de escuchar una entrevista que le hicieron a ASG en una radio norteamericana. En donde el periodista, quien a diferencia de mí, había leído el libro antes de ver la película, se manifestó mucho más indignado que el propio escritor plagiado. ASG, con una humildad apabullante, contó  allí que al momento de editar su libro (en el 2004), su agente recibió un llamado de un estudio de Hollywood (Paramount, creo) para ofrecerle comprar la novela. La oferta era tan irrisoria y la pérdida de derechos sobre el libro era tan grande que la descartó de cuajo. Cuatro años después, una película con otro título pero idéntica historia salió a competir por los mayores galardones de la industria cinematográfica (y muchos millones de dólares). ASG no hizo reclamo alguno. Al contrario, se ríe de lo ocurrido y apenas si se lamenta porque el personaje entrañable que él supo crear varios años antes, y al que le debe su éxito y fama como escritor, haya terminado convertido en el rostro de Brad Pitt y él deba andar por ahí justificando la paternidad de su “hijo” propio. No voy a contar aquí los pormenores acerca de que los guionistas quisieron ampararse y despegarse del plagio de The confessions… alegando que en verdad la fuente de inspiración fue un cuento de F. Scott Fitzgerald (de ahí el título y el prólogo del film), con el cual casi no hay punto de cercanía puestos a comparar con la simetría que existe entre la película y el libro de ASG.


 
Todo este asunto me llevó a pensar en lo poco que leen los directores de las editoriales y distribuidoras por estos lares…
  ¿Acaso nadie conocía el libro de Andrew Sean Greer al momento de estrenarse la película de El curioso caso de Benjamin Button? Pues había sido editado en castellano por la editorial Destino, de España. Y si lo habían leído, ¿nadie pudo darse cuenta de que la película era un plagio del libro (más que del cuento de Fitzgerald) y que ese era un buen momento para reeditarlo y ponerlo a la venta?
 Es probable que aquí los editores estén demasiado ocupados buscando algún manuscrito de Bolaño sin publicar aún o esperando el libro número x de Alan Pauls para deleite de sus amigos escritores (todos ellos cultivadores una literatura endógena). Sería interesante que miraran un poco más lejos de la línea del horizonte. Hay también buena literatura más allá de los autores que suelen imponer los críticos. Andrew Sean Greer, les aseguro, es uno de sus mejores representantes. Ya se dieron cuenta antes los -siempre tan atentos- productores de Hollywood.