domingo, 31 de julio de 2011

La realidad como un invento






El viernes fui al cine con mi amigo Alex.
Ir al cine con Alex es una experiencia inquietante, uno nunca termina de saber si lo más interesante pasa del lado de la pantalla o del lado de las butacas. Él siempre te hace ver otra película, la que edifica con sus destellos de hilaridad, con sus breves comentarios por lo bajo, con las respuestas a los sonidos de la gente que le pide que se calle. Alex es el típico espectador que uno odia encontrar en una función, a menos que se haya decidido ir a ver la película junto a él.
Y eso hice el viernes con Copia certificada, el último film de Abbas Kiarostami, convencida -por lo que había leído por ahí- de que ésta "no era una película como las de Kiarostami", sino una comedia con actores conocidos y rodada en Europa. El primer plano con los títulos me alcanzó para comprobar el error de los críticos, que no habían sabido emparentarla con el cine anterior del director. Estaba frente a un Kiarostami puro, aun cuando el rostro y la voz de Juliette Binoche y el paisaje de la Toscana distaran mucho de la sordidez de la geografía iraní.

A los cuarenta minutos de película, me acerqué a Alex y le dije al oído: ¿Los personajes se conocen o están jugando a que se conocen?. Alex levantó sus cejas, se quitó la mano que tenía apoyada debajo de su cara y me contestó "Por supuesto, son un matrimonio. ¿No te diste cuenta?". Kiarostami había cumplido su cometido, confundirnos, invertir el orden, desarticular lo establecido, hacer que la copia luciera como el original o, peor aún, quitarle al original aquello que Walter Benjamin en su ensayo La obra de arte en la era de sus reproductibilidad técnica denominó "el aura", su revestimiento, para que se (des)luciera como una copia. 
Con la excusa de hablar sobre arte, Kiarostami expone los retazos de amor de una pareja que el tiempo deshilachó. O de un hombre y una mujer que son la copia de lo que alguna vez ellos fueron, o de lo que fueron otros, unos distintos a ellos.

El sábado por la mañana, Alex me llamó por teléfono. "Sabés que creo que tenías razón", me dijo. "No eran un matrimonio, ellos no se conocían, solo actuaban como si lo fueran". Me sonreí. Para ese momento yo ya estaba convencida de que sí lo eran. O lo habían sido. Solo que el tiempo les había hecho perder el "aura". 

Hace unos años, en oportunidad del VIII Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), me tocó hacer una nota sobre el cine de Abbas Kiarostami para la revista Leer Cine. Todo lo que allí escribí se aplica a Copia certificada. Acá va, entonces, lo dicho en ese momento.



LAS PARTICULAS ELEMENTALES

Debo confesar que no ha resultado una tarea fácil empezar esta nota. Mi voluntad se debatía entre iniciar un abordaje teórico que diera cuenta de la complejidad del cine de Kiarostami o, simplemente, entregarme a la puesta en palabras de alguna imagen de sus películas que, como un destello, iluminara sus ideas. Teniendo presente que estamos frente a un realizador bastante obsesionado con las direcciones y los caminos, el que yo eligiera determinaría con seguridad no solo la trayectoria de mis posibilidades para describir su cine, sino también el destino que éste pudiera alcanzar para quienes Kiarostami es apenas el director de un film aburrido llamado El sabor de la cereza. No me resultaba fácil hasta que por fin di con la elección del título y éste me condujo en forma directa al centro de la nota. 
Muchas veces elegimos explicar algo desde una visión del conjunto; quizás, esa distancia es la manera en que algunas cosas pueden expresarse mejor, sin embargo, en ciertos casos un pequeño detalle puede contener el germen del todo. Es por eso que he decidido empezar por pequeñas partículas, pues creo que ésta es la forma en que Kiarostami construye su cine: sumando y superponiendo, una a una, finas capas de pintura.


Primer Plano es el mejor ejemplo de este cine construido a partir de moléculas de ADN. La película relata la historia de un hombre humilde, Sabzian, sin trabajo y fanático del cine, que se hace pasar por el popular director de cine iraní Moser Majmalbaf ante una familia de clase media de Teherán. El engaño consiste no solo en impostar su persona, sino también en convencer a los miembros de la familia de protagonizar “su” próxima película, para lo que se instala por unos días a vivir con ellos con el fin de hacerlos ensayar en su propia casa. El implacable destino y su propia torpeza logran que sea desenmascarado por la prensa y la policía, y finalmente, enviado a la cárcel. El impostor reconoce en todo momento los hechos, pero se justifica y ampara en su amor incondicional por el cine, en la admiración desmedida por el director Majmalbaf y en su situación económica apremiante. Aun así, no logra conmover a la justicia y es condenado por el delito de estafa.
Pero quisiera detenerme en una sola escena para sustraer de la misma la esencia de la película y de Kiarostami. El día en que Sabzian sale de prisión, el auténtico director Majmalbaf, que lo esperaba en la puerta, lo saluda con un emotivo abrazo, lo reprende por el torpe fraude y luego lo invita a subir a su moto para dirigirse a la casa de la familia engañada con el fin de hacer públicas las disculpas. En el trayecto paran en un vivero y Sabzian compra una planta para ofrecerles como muestra de su arrepentimiento. Una vez en la casa, toca el timbre. Desde el interior preguntan quién es. La respuesta la da el falso Majmalbaf y, en consecuencia, la puerta permanece cerrada. Enseguida vuelven a tocar y responde el verdadero Majmabaf, por lo que la puerta se abre. Esta única situación contiene la complejidad de toda la película, a la vez que solo puede comprenderse por su articulación con el todo. Y el todo, en este caso, está constituido por la suma de algunos detalles: la historia es real en su totalidad, sus actores son los propios protagonistas y se representan a sí mismos, tanto en las partes filmadas en vivo como en las que debieron ser reconstruidas. La escena de la cárcel está filmada en tiempo real, con cámara oculta y la banda de sonido aparece deliberadamente cortada para obstruir la posibilidad de que los espectadores escuchen parte del diálogo entre los dos Majmalbaf, para devolverle algo de intimidad a ese incómodo momento. Primer plano es una película que habla del mundo del cine, o sea, del universo de las apariencias, de la representación, y no lo hace solamente desde el contenido, sino también, desde la forma. La frase que la madre de la familia engañada le dice al auténtico Majmalbaf resume, desde su paradojal sentido, todo el espíritu que anima al film: "Señor Majmalbaf, el otro señor Majmalbaf era más Majmalbaf que usted".
Cuánto de mentira subyace en la realidad y cuánto de real podemos tomar para fabricar mentiras.

LAS FORMAS DE LO PROHIBIDO

El cine de Kiarostami ha generado un encanto particular en Occidente a partir de una dualidad que le es intrínseca. Hace más de quince años, el estreno de El sabor de la cereza tuvo una aceptación altísima en el público y en la crítica, pero se edificó a través de la misma un equívoco. Se pensó que Kiarostami era un director que comulgaba con el neorralismo. Las imágenes de esa película están plagadas de tiempo en su estado puro, sin embargo, sobre el final, se desviste de ese velo realista para descubrir, detrás de ese relato, otro por encima: el relato de la filmación. Esa presencia final del artificio rompe el esquema de la ficción y nos aleja sin más del realismo. Kiarostami utiliza la realidad en forma engañosa para jugar con ella, ponerla en cuestión, aprovecharse de su inmediatez y naturalidad para transmitir otros temas que tienen que ver con el cine y sus posibilidades de representación y de producción. Y es a través de esta operación de pensar el cine que vuelve, como un péndulo, a pensar la realidad. Esta forma de mediatez que utiliza no solo es deliberada, sino que además es cautiva ¿Esto qué significa? Que Kiarostami es un director que produce arte en una sociedad en la que, luego de un pasado secular y modernizante, se resintauró el dominio del Islam. Y esto ha llevado a que el cine no pueda poner en imágenes ni en palabras ciertas cuestiones por el simple hecho de que están prohibidas por el régimen islámico. Entonces, esta aparente ingenuidad en los relatos lo es solo en apariencia, pues en definitiva, aquello de lo que hablan sus personajes es de cómo el cine -en tanto arte que subvierte- puede intervenir en esas realidades oprimidas por las condiciones sociales, políticas y religiosas para modificarlas. Kiarostami es un director que devuelve, a través de sus películas, parte del ropaje de la modernidad de la cual la sociedad iraní ha sido brutalmente despojada por el islamismo.

Por poseer la habilidad de hacer coincidir lo simple con lo complejo es que si el cine pudiera dividirse en partículas elementales, gran parte de ellas poseerían la textura de las imágenes de las películas de Kiarostami.



domingo, 17 de julio de 2011

Entre libros, una película: Un hombre serio.



El principio de incertidumbre 


"El humorista es un moralista que se disfraza de sabio". Henri Bergson
La gracia de la desgracia


Los géneros son por definición un espacio o un modelo en donde director y espectador pueden moverse en un marco de contención y con la seguridad que otorgan las formas conocidas. Un lugar sólido, cuyos cimientos están edificados con el material de las certezas. Todo el éxito del cine clásico está construido alrededor de los géneros y sus normativas, de ahí que las películas –como espacio de representación social que son– cumplan muchas veces la función de reparar o de devolver a la sociedad aquello que se ha fugado de la misma (léase: la felicidad, el orden, la certidumbre).

El cine contemporáneo, en sintonía con una época en la que prima la pérdida de valores comunes, la (des)identificación del individuo con sus pares y la falta de consenso respecto de la percepción de la realidad, ha decido prescindir de la construcción de esas certezas y de la posibilidad de otorgarle al espectador un horizonte de expectativas claro, por ello se ha inclinado por la hibridez de los géneros, por su puesta en tensión o bien, por la reformulación de sus reglas. La comedia dramática es deudora de ese proceso en el que no se puede distinguir lo verdadero de lo falso, lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, lo cómico de lo ceremonial, y en donde el espectador ya no se ríe burlándose del personaje, sino que se identifica con el propio autor, que es, en definitiva, quien pone en evidencia a través de su discurso esta ausencia de fe, eso que el filósofo francés Gilles Lipovestsky, en su libro La era del vacío, describe como un “neo-nihilismo que no es ni ateo ni mortífero, sino que se ha vuelto humorístico”.

Los hermanos Coen han captado este proceso de despojamiento dogmático y por eso han convertido todas sus comedias en espacios de incertidumbre, abiertos a una dimensión distinta en donde la risa del espectador no brota como consecuencia del sarcasmo y la ironía sobre el “otro”, sino que es reemplazada por una sonrisa producto de sentirse reconocido en la propia indefinición de los directores, en su incongruencia, en su incapacidad para dar respuestas certeras mas que la respuesta de que no las hay.



Causa y efecto
En Un hombre serio, los hermanos Coen llevan esta concepción de la comedia dramática al paroxismo a través del personaje de Larry Gopnik, un hombre que asiste perplejo e indefenso al progresivo e irreversible derrumbe de su vida afectiva y laboral. Larry es un profesor de Física, un intelectual que proviene de la ciencias duras, un ámbito en donde cada accionar tiene su correlato en una consecuencia y en donde la gran mayoría de las consecuencias pueden predecirse de acuerdo a una previsibilidad estadística.



La historia está narrada en tres partes  cada una de ellas gira alrededor de la figura de un rabino al que Larry consulta en su búsqueda de una explicación que aquiete las aguas que agitan su alma desconcertada. Los tres rabinos representan todo el espectro de la religión judía (y por extensión, podría decirse que de la religiosidad occidental). 
El primero y el más joven de los tres, Scott, es el exponente de la afectación que sufrió la religión en la vida postmoderna, una especie de gurú del New Age para quien Dios es casi tan popular y omnipresente como un nuevo producto en plena campaña de promoción publicitaria. Sus consejos se acercan más a las máximas que pregonan los libros de autoayuda escritos por estudiantes de marketing que a la sabiduría recogida por los textos sagrados de una creencia que lleva más de cinco milenios. 
Nachtner, el segundo rabino a quien Larry recurre, es un hombre que ya en sus sesenta largos años ha descubierto que su rol como religioso no es el de brindar respuestas, sino el de confirmar que la fe es solo un acto de confianza ciega y que pretender elevar al plano de lo simbólico las señales que Dios nos envía como meros signos es casi un acto pecaminoso o de soberbia. Nachtner es de alguna manera el representante del caos conceptual de las distintas vertientes que confluyen en el judaísmo actual: el ortodoxo, el conservador, el liberal y el reformista. 
El último rabino, a quien la película y los personajes llaman sólo por su nombre, Marshak, en un gesto que lo coloca por fuera de las corrientes rabínicas actuales, posee poca presencia en pantalla, de hecho es el único que se niega a recibir a Larry en su despacho, sin embargo, su figura cobra mucho más poder que la de los otros dos. Su oficina está precedida por una habitación en donde una secretaria -con cara de “poca fe”- se ocupa de filtrar las visitas y de preservar el tiempo durante el cual Marshak se aboca a su trabajo: pensar, de posibles distracciones terrenales. Para llegar hasta su escritorio es necesario atravesar una puerta que se encuentra cerrada y caminar un pasillo a cuyos lados se pueden observar elementos cuya iconografía nos remite más a la ciencia que a la religión: herramientas de geometría, esferas celestiales, libros. Todo parece indicar que Marshak no tiene mucho para decir y sí mucho para pensar, aun a pesar de que su edad avanzada le otorgue cierto halo de sabiduría, ésta estribaría más en reconocer las limitaciones de su sapiencia que en hacer alarde de la misma.




El principio de incertidumbre


Si bien los tres rabinos ocupan distintos lugares en el arco espectral del saber religioso, los tres se hallan igualmente incapaces de brindarle a Larry las palabras que necesita escuchar para calmar la angustia que se apoderó de su vida diaria. Esta imposibilidad de la religión para brindar certezas es en definitiva casi la misma que le aqueja a la ciencia a la hora de prever situaciones en términos determinísticos y no de mera probabilidad. El principio de incertidumbre, que es el tema que Larry explica a sus alumnos en la universidad, parecería entonces regir todos los órdenes: el de la naturaleza, el de la ciencia y el de la religión. El plano final de la película, con ese foco de tormenta huracanada que se avecina sobre la ciudad en donde habitan Larry y su familia, es quizás clave para comprender la mirada que los hermanos Coen poseen sobre la humanidad, una mirada que no es solo una declaración de principios, sino toda una (a)puesta en escena.
Algo más parece decir esa escena en la que un viejo profesor de hebreo debe suspender la clase y organizar la evacuación de la escuela ante el inminente cumplimento del “acertado” pronóstico del servicio meteorológico local. Su respuesta, en parte, la podemos encontrar en la misma teoría de la incertidumbre a la que Larry le dedica un pizarrón lleno de fórmulas matemáticas.
Este principio, también llamado “relación de indeterminación de Heinseberg”, afirma que es imposible determinar con certeza y en forma simultánea la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, pues el solo hecho de someterla a medición implica producir una modificación en su trayectoria que arroja un error insalvable. Este resultado, como muchos otros de la física cuántica, sólo tiene incidencia en la física subatómica (el universo microscópico), pues en el mundo macroscópico esa indeterminación no tiene incidencia alguna. Y esto mismo ocurre en el universo de la película. El mundo de Larry se desmorona y el alcance de sus consecuencias no puede ser medido por él ni por los rabinos (el lugar reservado al “saber” en la película y en Larry), apenas pueden asistir todos al desencadenamiento de una serie de causas y consecuencias que no pueden ser pronosticadas de antemano, y sobre las cuales tampoco cabe hacer interpretaciones con posterioridad a que ocurran. Sin embargo, los científicos pueden predecir con bastante precisión la tormenta que se avecina sobre el cielo de esa ciudad del oeste norteamericano.


El principio de incertidumbre tiene incidencia en el mundo subatómico (el de Larry, el del ser humano, el de los Coen), mas no en el macroscópico del cosmos. Esa es la mirada que los directores nos devuelven de nosotros y de ellos mismos, la de unos seres indefensos y “serios”, casi estúpidos, en su ingenua credulidad de que se puede alcanzar a comprender con algún grado de certidumbre el misterio de la existencia.



viernes, 8 de julio de 2011

Intimo desconocimiento


"Escribir es como besar, pero sin labios". (De Leo a Emmi, Contra el viento del norte)
"La intimidad no es la interrupción de la distancia, sino su superación". (De Emmi a Leo, op. cit.)




Dos motivos me llevaron a querer escribir sobre este libro antes de terminar de leerlo. El primero responde más a un tema personal que a otra cosa, me cuesta atemperar la ansiedad cuando descubro algo que me apasiona. Tratándose de libros, más aún. El viso de seriedad que intento imprimirle a las notas en el blog fue lo que me impidió dejarme conducir por el arrebato emocional.
El segundo está en concordancia con el tema de fondo de la novela: por momentos no supe si era tan importante llegar hasta el último capítulo. Algo de todo eso que el libro (y su autor) intenta transmitir acerca del fondo de la cuestión que subyace a la historia había –extrañamente– cumplido su cometido mucho antes de alcanzar la mitad de sus doscientos sesenta páginas. Y si bien la tentación por conocer el desenlace era fuerte, también lo eran las ganas de no sufrir una desilusión. Y con ello no me refiero a que el final pudiera no estar a la altura de su desarrollo en términos netamente literarios, sino a que lo que fuera a ocurrirle a los personajes diera de bruces con la quimera en la que –tanto ellos como yo– nos encontrábamos sumidos desde el inicio.
Contra el viento del norte cuenta la historia de dos personas en sus casi cuarenta (Emmi y Leo), quienes a partir de un simple equívoco (un email enviado a una dirección incorrecta) entablan una relación amorosa a través de Internet.

Toda la novela no es más que la secuencia ordenada de un intenso intercambio epistolar que va ganando locuacidad a la par que se va encendiendo el deseo entre los dos personajes. Durante los diez capitulos uno se convierte en testigo de la evolución de esa tensión amorosa a través de un solo recurso: la palabra. El uso que Emmi y Leo hacen del lenguaje es el único vector posible capaz de generar entre ellos la llama del deseo, del interés, de la pasión, del amor. Ninguno de los dos sabe cómo es el otro en términos de apariencia física. Y aun cuando ésto no parece ser importante para el in crescendo del enamoramiento, opera casi como un fantasma tanto para potenciar la fantasia del encuentro amoroso como para desalentarla por temor a que la realidad no se adecue al ideal construido. La posibilidad de conocerse funciona entre ellos como un espacio abismal al que se asoman y del que huyen como en un flirteo histérico y gozoso.  



“Tú eres mi mundo exterior, Leo” le dice Emmi en uno de los tantos mails en los que ella se resiste a hablarle a su interlocutor de todo aquello que concierne a su mundo interior (lo que constituye su vida “real”).

En tanto que ese mundo exterior es casi una dimensión desconocida, podríamos pensar que ambos son para el otro eso que Kant llamaba el “noúmeno” o “la cosa en sí”, aquello que está tras los muros del conocimiento o de la experiencia, lejos de lo fenoménico. Lo inabordable. Traspasar ese límite de la virtualidad implica experimentar lo real, y la realidad por lo general tiende a alejarse del ideal, a romper con el mismo. A eso, precisamente, es a lo que le rehuyen todo el tiempo Emmi y Leo, al encuentro con lo que son y a la forzosa  destrucción de la idea que cada uno ha formado  sobre el otro.

Quizás pueda sonar disparatado asociar el argumento de esta novela, que se lee en menos de 24h y que es de apariencia ligera (solo apariencia), con el pensamiento de un filósofo de la Ilustración. La asociación de ideas me resultó, sin embargo, inevitable. Es imposible leer Contra el viento del norte con una mirada sesgada que deje afuera la pregunta que atraviesa esta historia de principio a fin: ¿De qué nos enamoramos cuando nos enamoramos? ¿Nos enamoramos de un Otro como un ser real o de lo que nosotros construimos acerca de ese Otro como un ser ideal? 
Lo mejor logrado de la novela no reside en la historia de amor (la literatura está poblada de ellas), sino en la capacidad de autoconciencia que el autor les otorga a los personajes al ponerlos a dialogar con un uso descarnado e inteligente del lenguaje, desprovisto de recursos simplistas y reduccionistas ("Y no tema: seré capaz de reconocer su ironía, prescinda de los emoticonos!") para demostrar el grado de complejidad que puede alcanzar un vínculo  con la palabra como única herramienta de seducción. 

“Nuestro camino es distinto, Emmi: nosotros partimos de la línea de llegada, y solo se puede seguir en una dirección: hacia atrás. Nos dirigimos a la gran desilusión. No podemos vivir lo que escribimos”.
Emmi y Leo  vislumbran el quiebre, esa grieta que se hace más profunda en la medida en que se hace más profunda la relación. Resulta casi paradojal que el deseo de encontrarse en el mundo real se incremente en directa relación al proceso de idealización, cuando ambos van claramente en dirección opuesta. Aun así deberíamos pensar -y ellos incluso lo plantean- cuánto de construcción ficticia le cargamos también a las relaciones que establecemos dentro del mundo tangible o material.

La solución para que la grieta no se convierta en una distancia insalvable no la logran encontrar Emmi y Leo en este libro. Habrá que esperar a leer Cada siete olas, la continuación de esta historia que la editorial Alfaguara ya editó en España pero viene demorando en Argentina, o resignarnos a pensar que el ideal no puede sostenerse en la realidad, que quizás debamos acostumbrarnos a que éste solo se presenta en nuestras vidas con la volatilidad y ligereza del viento aun cuando nos parezca que sopla con fuerza y que nos quiere arrastrar con él más allá de los confines de nuestro mundo interior.









sábado, 2 de julio de 2011

Olvídate de Paris

Tuve la suerte de conocer Nueva York hace tres años. Fue durante un invierno frío y lluvioso, un tiempo demasiado hostil para exprimir las calles de la Gran Manzana.
El año pasado volví, esta vez en primavera, me había quedado con las ganas de caminarla. Hasta ese momento todo lo que sabía de Manhattan era lo que había visto y oído en las películas de Woody Allen. Y precisamente ese universo era el que deseaba descubrir. 

Viajé con tres amigas para quienes Nueva York posiblemente fuera otra cosa. El día que nos volvíamos, ellas quisieron pasar la mañana haciendo compras en Bloomingdales, yo me negué. No podía volverme a Buenos Aires con la última imagen de una tienda de ropa. Asi que me compré un sandwich y una gaseosa, y me senté en el césped del Central Park a deleitarme con ese perfil único que se recorta entre los árboles hasta que mis retinas se cansaran. Cuando llegó la hora de volver al departamento para buscar la valija, decidí abrirme dos o tres cuadras del camino sólo para recorrer de nuevo la 5th avenue. Salí del parque a la altura de la 60th st y caminé en dirección a la 57th. De pronto oí una voz conocida a mis espaldas. Una voz que había escuchado cientos de veces en el cine y que se había incorporado a mi imaginario junto a ese perfil de la ciudad que minutos atrás contemplaba. Me di vuelta para certificar con mis ojos aquello que ya sabía. Y entonces lo vi, con su andar apurado y nervioso, y todos los signos de su neurosis escurriéndosele por debajo del sombrero. El cineasta que me había hecho recorrer las calles de Manhattan  y todo el ideario de una época pasaba a mi lado para demostrarme que a veces son difíciles delimitar los bordes de la ficción y la realidad. Woody Allen es a Nueva York lo que un ícono al objeto que representa.

Esto viene a cuento de que ayer vi en el cine Medianoche en Paris, su última película. Y lejos de que me invadiera un deseo voraz por tomarme un vuelo directo a la capital francesa, sentí una gran avidez por volver a recorrer Manhattan. Nadie puede serle esquivo a su identidad, por más buenos que sean los intentos.

Acá va entonces una nota que escribí hace unos años, en los tiempos en que yo todavía no conocía Nueva York y ésta empezaba a desdibujarse del cine de Woody Allen junto con su insidiosa profundidad y gran parte de su esencia.


SINFONIA DE LA GRAN CIUDAD

"Cualquier cosa puede suceder ahora que nos hemos deslizado sobre este puente, pensé; todo ese posible..." El gran Gatsby.  F. Scott Fitzgerald.
"No sobrevirías fuera de la isla de Manhattan más de 48 horas". De Judy a Gabe, en Maridos y Esposas. 





La dolce vita
Nunca he estado en Nueva York.  Sin embargo, el no haber pisado aún el suelo de la  Gran Manzana no me priva en absoluto de poder afirmar que conozco la ciudad. He recorrido Nueva York a través de una mirada ajena, la que asoma en las películas de Woody Allen. Acepto, lógicamente, que se me endilgue como consecuencia necesaria de mi osada aseveración, el hecho de que en verdad no la conozca  tal como es en la “realidad”. Mi grado de conocimiento es tan idealista o certero como el que cualquier espectador puede acusar respecto de la ciudad de Roma sólo por haber mirado los films de Nanni Moretti o de Federico Fellini. La Roma que yo he visto hace ya diez años estaba invariablemente teñida por la ciudad de la ficción que en mi imaginario había precedido a esa otra que se me presentaba ante mis ojos.  La Roma “real” no era más real que la de La dolce vita. Y aún hoy, después de haber estado allí, ésta sigue tiñendo en mi memoria el recuerdo de aquella por la que caminé. La Nueva York que afirmo conocer no es más que ese espacio casi mítico de películas como Manhattan, Annie Hall o Hannah  y su hermanas. Si bien es cierto que toda la filmografía de Woody Allen situada en la “gran ciudad” es una visión bastante parcializada de la misma, no es menos cierto convenir que las ficciones no escapan a esa regla. Toda visión resulta ser necesariamente un recorte arbitrario que deja afuera un resto que no se muestra y que, en ocasiones,  ni siquiera retorna como un espectro del fuera de campo; aunque en nuestro imaginario opere como un espacio existente. En el caso particular del cine de Woody Allen, esto se debe a que persiste una elección deliberada y precisa que limita el recorrido de su cámara a mostrar una  ciudad deudora de una época que ya no es. Es la mirada melancólica de alguien que se resiste a dar cuenta de los cambios. Es el silencioso homenaje de un director que se ha sentido seguro al hacer mover a sus seres  dentro del universo de su propia cotidianeidad. Es el registro -sesgado tal vez-  de un niño que creció mirando los rascacielos de Manhattan desde la orilla vecina de Brooklyn, y para quien, la opulencia de esa imagen  que se le plantaba frente a sus ojos terminaba de conformarse con el glamour y la abundancia que emanaban desde  las pantallas  las comedias de la década del 30 y 40. Alguien podría acusar al cine de Woody Allen de representar una  mirada sobre la sociedad un tanto oblicua al responder solamente al retrato del modus vivendi de la clase media alta neoyorkina. En salvaguarda de ello debería decirse que esos personajes gozan de una universalidad cosmopolita y que atraviesan en forma transversal  algunas metrópolis propias de esta época, con las pequeñas variaciones costumbristas del caso, claro.

La posibilidad de una isla





La postmodernidad en el arte ha venido planteando algunas cuestiones en relación al espacio, de las cuales el cine se ha hecho debido cargo. Los lugares que los films retratan  suelen ser anónimos y de pasaje,  los personajes los transitan a la ligera,  entran y salen de ellos con la sensación de que no es posible imprimirles huella alguna. Lo que prima por encima de todo es la falta de centro, una especie de condena merecida por la cobarde necesidad de tratar de encontrarle siempre un sentido a los relatos (y a la vida). Las metrópolis del cine actual son muchas veces parcialidades de un todo que tampoco se integra desde lo narrativo, son más bien itinerarios mentales y no geográficos.

Sin embargo, el universo alleniano se aleja rotundamente de estas geografías inhóspitas para ubicar a sus criaturas en un marco referencial claro. Es que todos esos personajes mentalmente inquietos, en algunos casos románticos y esperanzados, en otros, neuróticos y nihilistas, necesitan de un espacio que los contenga y los identifique, un espacio que los defina, los integre y les otorgue sensación de pertenencia. Ese será el ámbito de pertenencia a partir del cual puedan proyectarse con sus inquietudes y sus certezas.
Las películas de Woody Allen se inscriben dentro de esta constante y revisten a los personajes de una idiosincrasia netamente urbana.  Todos esos espacios por los que circulan guardan una estrecha relación entre sí, se agrupan bajo el denominador común de la ciudad de Nueva York, más precisamente, de la isla de Manhattan. La ciudad es la estructura en donde se vertebra la vida de esos seres. Y que se trate de una isla no es  un hecho casual, si se piensa que en esas historias la gente, en su gran mayoría, parece vivir (a) isla (da), aquejada tan sólo por preocupaciones existenciales fuera -al menos en apariencia- de todo registro de la realidad circundante.  Aunque este semblante de artificialidad en las problemáticas neuróticas  que padecen no está escindido de elementos claros de toma de conciencia respecto de una realidad social lacerante que, en principio, no afecta a la burguesía.







New York, New York

 Hay ciudades que se resisten a ser filmadas, se ocultan detrás de un anonimato indescifrable. Otras, en cambio, poseen cierta vocación retratista, una especie de imán visual atrayente para el registro fílmico. Nueva York parece ser de esas que justifican cualquier ficción, aunque no todos los cineastas decidan abordarla desde el mismo ángulo, ni dedicarle la cantidad de planos que Woody Allen ha estado dispuesto a hacer para mostrarla en todo su esplendor. En la mayoría de los casos, las ciudades son sólo reservorios del relato.  En el cine de Allen, en cambio, es un personaje más con su propia complejidad.  Manhattan es sin duda la apoteosis de este mecanismo, pues es el film que mejor captura el corazón que late dentro de la fachada arquitectónica de la Gran Manzana.  Los protagonistas, Isaac Davis (Allen) y Marie Wilke (Diane Keaton) forman parte de la iconografía de la ciudad en la famosa foto que Gordon Willis (director de fotografía) les tomó sentados a los pies del puente de la 59th Street, en el lado este de la isla de Manhattan, ajenos al hecho de que en la actualidad ya no exista banco alguno en ese mismo lugar. El Central Park, el MoMA, el Planetarium, la librería Rizzoli, el cine de la Blecker Street, el clásico restaurante Elaine´s, John`s Pizzería, las tiendas Bloomingdales y otros tantos sitios, filmados en blanco y negro, se suceden acompañados por la música de Gershwin para hacer de la ciudad una sinfonía en lugar de una  “rapsodia in blue”. Pero Manhattan es uno más de los tantos films de Allen que nos permiten recorrer  Nueva York sin haber viajado. En Hannah y sus hermanas, el arquitecto David (Sam Waterston) lleva a April (Carrie Fisher) y a Holly (Dianne Wiest) a recorrer sus edificios favoritos de la ciudad: el Dakota, el Chrysler y Graybar, entre otros emblemáticos. La película también nos muestra la majestuosidad del Metropolitan Opera House,  el Campus de la Universidad de Columbia y  el St. Regis-Sheraton Hotel. El departamento en donde se rodaron los interiores se encuentra ubicado en el edificio Langhman, en el número 135 del Central Park West, y era la casa real en donde vivía Mia Farrow.


Se podría hacer un tour por Manhattan siguiendo las pisadas de cada uno de los personajes de sus películas, pero excede el espacio de esta nota. Sus últimos films ya no pueden darnos pistas sobre los rincones de Nueva York, todos han sido deliberadamente rodados en Europa. Algunos episodios trágicos de la vida a veces nos rompen, sin previo aviso, el velo de magia que uno le otorga a determinadas cosas. Se puede intuir, entonces, que la distancia sea la opción obligada. Los atentados a las Torres Gemelas no modificaron solo la fachada de una postal. 

Quien alguna vez supo ponerle música y palabras a las imágenes de su ciudad, quizás no encuentre ahora ningún acorde que le quepa y ya no sepa cómo seguir resistiendo a no dar cuenta de los cambios.


















viernes, 1 de julio de 2011

Ida sin vuelta

"Contra el viento del norte"


Guau!
Cómo sopla..., por momentos me lleva.


En breve mi comentario. (Cuando pueda dejar de leerlo).