viernes, 24 de junio de 2011

Entre libros... una película: Exils

“El viaje, en última instancia, no es reductible ni a su destino ni a su desplazamiento: consiste, ante todo, en bascular las fronteras de su propia identidad”. El camino de las damas. Christian Kupchik.
En el principio era el verbo.


La multitud errante

Si algo se puede afirmar con certeza en el confuso entramado de este mundo es que existe el movimiento y que, en consecuencia, nada perdura de manera estática, todo está invariablemente sometido a las leyes del tiempo y del espacio. Nos desplazamos, nos movemos, transcurrimos. La historia del ser humano y –a su vez– la de los pueblos está conformada por la directriz que trazan estos movimientos, esos pliegues y repliegues pendulares.

El alemán Hegel fue quien en el siglo XVIII explicó la dirección de la Historia como el resultado de la tensión entre dos movimientos. El viaje inolvidable. Paris /Argelia (Exils) nos muestra sólo algunos de esos movimientos en algún lugar, en algún momento. Pero se cuentan por millones a lo largo de la Historia. Todos somos –de alguna forma– hijos de la diáspora.
Exils es el título original de esta película y su nombre connota desde el inicio varios temas. Da cuenta de un conflicto y de un estado de cosas en la relación que se establece entre un Estado y su gente. Da cuenta también de una huída y de una búsqueda.
Algunas personas viajan para liberarse de la opresión de los pueblos, otros lo hacen para liberarse de la opresión de sí mismos. La Historia, obviamente, comprende ambos trayectos, es tanto lo particular como lo universal.

Los caminos del viaje que realizan los personajes de Exils, Zano y Naïma, se constituyen por la unión de las distancias que median entre París, Sevilla, Nador y Argel. El relato atraviesa en forma transversal realidades diversas, desde la urbanizada civilización occidental hasta la miseria devastadora de un terremoto en el norte de África. Entre las directrices opuestas de la tecnología y las fuerzas implacables de la naturaleza aparece la gente con sus circunstancias a cuestas. Inmigrantes ilegales de Marruecos y Argelia que echan su cuerpo a andar para recorrer el camino inverso al de nuestros protagonistas. Una multitud errante sobreviviendo a su identidad perdida. Pura dialéctica histórica.
Tony Gatlif, el director de esta intensa película, quien obtuvo con ella el premio al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Cannes, nació en Argelia en el transcurso del año ´48. Y así como Zano, se movió a Francia a principios de la década del ´60 mientras el país africano lograba ponerle fin a la colonización francesa y De Gaulle proclamaba el derecho de los argelinos a su autodeterminación soberana.
La trayectoria de su prolífica filmografía –catorce largometrajes en total– incluye films como El extranjero loco (1997) y Gitano (2000), y habla a las claras de un autor en permanente búsqueda y recuperación de su propia identidad errante.
Exils es la película con la que Gatlif logra, a la par que su protagonista, luego de cuarenta y tres años de ausencia, volver a Argelia.


Las cicatrices de la historia

Zano y Naïma son los dos jóvenes que deciden partir a pie de París en dirección a Argelia, pero no realizan ambos el mismo viaje, aunque recorran los mismos sitios, pues si bien parten desde el mismo lugar geográfico, no así desde el mismo lugar espiritual. Zano es plenamente consciente de aquello que busca, conoce su origen y sólo intenta reencontrarse con lo propio empujado por el dolor de una reciente gran pérdida que ha dejado a su cuerpo marcado.
En cambio Naïma, no conoce nada más allá de su nombre. No reconoce la causa ni las consecuencias de sus propias cicatrices y elude, permanentemente, la posibilidad de curarlas. “Soy una extranjera en todas partes”, es todo lo que puede saber de sí misma.
La textura de la piel en primerísimo plano que, en pocos segundos descubriremos como la espalda del protagonista, es la primera imagen que el director decide mostrar para iniciarnos en el recorrido que, cargados sobre las espaldas de ese personaje, vamos a emprender. La piel se convierte en el punto de partida y de llegada de un paisaje que tiene tanto de geografía territorial como de topografía humana.
El cuerpo de Zano es donde empieza a delinearse el camino y termina siendo el de Naïma el que se transforma durante el viaje.
Luego de ese acercamiento intimidante, la cámara se alejará de los personajes para tomar la distancia necesaria que la narración amerita, aunque en más de una vez volverá a marcar su presencia en forma explícita, acercándose a ellos o jugando a esconderse y perseguir a Naïma.
Ese ir y venir de la cámara está marcando una presencia clara y a la vez inquietante del director que no deja de mostrarse. Aunque también hay en esos acercamientos y distanciamientos una dialéctica de la exhibición del cuerpo, una dialéctica que sugiere la oposición entre un cuerpo sin marcas y un cuerpo marcado. Allí en donde las cicatrices aparecen es donde empieza a esgrimirse el sello de la historia, es la marca del acontecer, y a su vez aquello que nos imprime identidad. Es nuestra huella más personal y la que nos determina como seres individuales y distintos a otros. Quienes no han adquirido esas marcas o se niegan a asumirlas son seres sin historia, que no pueden hacerse cargo de ella.
Zano busca y logra reencontrarse con su origen desde la conciencia de saberse argelino. Naima parece no buscar nada más que la inmediata y efímera satisfacción de sus deseos más simples. Muy a pesar de ella, al final del viaje, logrará encontrarse consigo.


Tierra en trance


Todo viaje iniciático requiere necesariamente de un proceso de pérdida y despojamiento en el cual los iniciados limpian su ser de todo lo prescindible, para hacer lugar a la adquisición de nuevos conocimientos. Se despoja tanto de lo material como de aquello que ensucia el espíritu. Se quita la ropa de más, se liberan algunos prejuicios, se expurgan los miedos, se sobrevive a las orfandades para poder llegar al centro. El camino hacia uno es arduo y sinuoso, pues muchas veces implica poder errar el trayecto, aunque las peores dificultades a sortear son las propias limitaciones. Es que no son sólo las fronteras de las divisiones políticas las que se atraviesan en el viaje, sino las humanas, las del otro y las de uno mismo.
A los personajes de Exils les ocurre todo esto, los espectadores somos testigos de la incidencia de cada una de las travesías en el interior de cada uno de ellos. Zano se encuentra con Zano cuando llega a su tierra, cuando recorre Argel. El trance para alcanzarse lo atraviesa cuando encuentra la casa que pertenecía a sus padres, cuando recupera a través del fiel testimonio de unas fotos guardadas las impresiones de su infancia. Naïma, en cambio, deberá someterse a una ceremonia espiritual propia de la doctrina mística del sufismo, que consiste en un rito basado en la música y la danza, cuyo fin es curar el alma y conectarla con lo trascendente. El director nos involucra en esta situación, como en muchas otras durante la película, desde un registro casi documental; la escena dura lo que dura la ceremonia completa. Transitamos con Naïma el camino hacia su tierra, pasamos con ella el trance hacia el conocimiento de sus propias cicatrices, porque en definitiva, Exils es precisamente eso, un intenso trayecto, lleno de música, paisajes y sonidos, entre los extremos de la vida de unos personajes errantes en busca de su identidad y el inevitable movimiento dialéctico de la Historia.





lunes, 20 de junio de 2011

En busca del tiempo perdido




La idea de una mujer que dedica parte de su vida a esperar el regreso de un hombre ha sido el lei motiv de los más diversos relatos, desde los orígenes de la mitología hasta nuestros tiempos, llenos de personajes nacidos de los estragos sembrados por las dos últimas grandes guerras mundiales.

La imagen de Penélope a la espera de la vuelta heroica de Ulises es la que más se asocia con el tema, pues como todo mito posee la característica de ser fundante. Aunque por ese motivo, Penélope también ha sufrido los embates de sus detractores, ya que fuera de la vulgata homérica no son pocos quienes la han imaginado cediendo a los viles demonios de la soledad. Y si bien la leyenda nos dice que la espera no resultó en vano y que finalmente volvió a sucumbir en los brazos de su amado, lo cierto es que la literatura (y la vida real) también está construida por muchas otras historias de mujeres anónimas que no corrieron con la misma suerte que nuestra heroína helénica. Mujeres que enterraron el deseo junto a los cuerpos ausentes de sus enamorados, convirtiendo la trayectoria de sus vidas en un interludio indefinido.

Que alguien pueda hacer entrega de su presente a la vaga promesa de un futuro que la misma promesa anula, resulta por demás inquietante. Nadie está del todo a salvo cuando se sumerge en las turbias aguas de la espera.

La mujer que esperaba del prolífico escritor Andrei Makine (Siberia, 1957), se interna en estas profundidades para indagar sobre el tema, y lo hace desplegando una prosa de una profunda e inusual belleza.

Corre el año 1975 a orillas del mar Blanco, en el Norte de la ex Unión Soviética, se ubica Mirnoie, uno de esos tantos pueblos rurales que parecen no ser dignos de que el paso de la Historia les imprima su huella. A este sitio, varado más que en "el pasado, en el pluscuamperfecto", llega, desde Leningrado, un joven estudiante y disidente del régimen comunista con el fin de efectuar un relevo de las costumbres y tradiciones de la región para un trabajo por encargo, que él piensa convertir en una sátira sobre el imperialismo soviético. Pero lejos de poder llevar a cabo su idea inicial de ironizar sobre las formas de vida propias del lugar, el joven -que a su vez es la voz del relato- se deslumbra con la presencia de Vera, una mujer -veinte años mayor- que espera paciente desde hace treinta el regreso de un novio que se ha ido a luchar al frente de batalla y de quien no ha vuelto a tener noticias desde entonces. El encuentro con ella se vuelve revelador de nuevas formas y termina por convertir el viaje en iniciático.



La imagen de Vera, con toda su sensualidad contenida por el embrujo de una fidelidad que parece haberle adormecido los sentidos, se interpone de golpe entre el joven y el universo. Entonces, todo lo que él piensa, todas sus concepciones respecto del amor, del sexo, de la política, de la cultura, comienzan a desgajarse en miles de pensamientos contrariados que, a su vez, él plasma en su cuaderno de notas. Todas sus ideas (pre)concebidas en un contexto de rebeldía se empiezan a rendir frente a la inocencia de los sentidos en su estado más puro.

Este es el momento en que la novela cobra mayor fuerza, al describir el pasaje que se produce entre el mundo intelectual y el mundo sensible. El joven -a través de la libidinización de los sentidos que la imagen de esa mujer le produce- puede redimensionar una realidad que hasta el momento le resultaba ajena y alcanzar a percibir ciertos matices que sólo se develan al suprimir la distancia que el intelecto interpone entre Uno y las cosas.

Vera y las demás mujeres que habitan en Mirnoie -algunas incluso ya ancianas- han quedado atrapadas en el tiempo en que sus esposos, padres e hijos partieron a la guerra. Esas mujeres con su soledad a cuestas ya no saben de tradiciones, de ritos nupciales ni funerarios, pues la guerra los ha borrado al aniquilarles la posibilidad de transmitirlos. Las únicas leyendas a las que responden son las que deifican a esos amores ausentes. En vez de ellas convertirse en mitos, mitifican a sus hombres aguerridos para poder darle una justificación a un oprobio que no la tiene.

El descubrimiento que el joven hace de esta realidad será clave para su comprensión de una idiosincrasia que pretendía aprehender para luego satirizar, pero a la que ya no puede birlar porque la misma termina por asirlo. En el fondo, parece decirnos, todos somos víctimas de la época a la que pertenecemos, aun cuando se ha caído parado de la otra cara de la moneda.

Andrei Makine construye esta novela -cuyos momentos poéticos la acercan a la plasticidad de obras fílmicas como Madre e hijo, del director ruso Alexander Sokurov- con una prosa de una precisión y una voluptuosidad estética difíciles de encontrar en la narrativa contemporánea.

Bien alejado de los relatos despojados actuales, con narraciones histéricas y sin rumbo, Makine, en cambio, se desliza por el entramado del texto con esa tranquilidad de quien domina el sentido oculto de las palabras y de las cosas que con ellas se nombran. Paradójicamente, el idioma ha sido un escollo para el despunte de su carrera de escritor, que, de todos modos, él pudo sortear con inteligencia y sagacidad. Nacido en Siberia y doctorado en Letras en la Universidad de Moscú, Makine emigró a Francia en 1987, lugar en donde comenzó a escribir sus primeras obras directamente en francés, ya que ésta era la lengua de su abuela materna, con quien se había criado. Esta ductilidad en el manejo de ambos idiomas le permitió burlar a los puristas editores que se negaban a publicar novelas escritas en francés por un escritor ruso. Makine inventó un falso traductor al francés utilizando el nombre de su abuela, pero en masculino: Albertine Lemonnier. Gracias a este artilugio sus obras vieron la luz y, ya en 1995, su nombre ganó el merecido reconocimiento tanto de los lectores como de la crítica, al ganar los dos premios más importantes de las letras francesas: el Goncourt y el Médicis, ambos por su cuarta novela: El testamento francés.

El secreto de la particular escritura de Makine reside en saber articular el manejo de una lengua extranjera con la capacidad para describir la familiaridad de un mundo al que ya no se pertenece. En este ejercicio de memoria, atravesado por la distancia que impone el exilio, el escritor devela su intento por apresar las huellas de un tiempo que se ha ido.

Y así como Ulises no puede evitar volver a Ítaca, Makine regresa a Rusia, una y otra vez, como un héroe cansado, a buscar a su Penélope/Vera, que teje y desteje motivos para seguir viviendo en su ausencia.



jueves, 16 de junio de 2011

Más de cien años de soledad

"Y, de hecho, ese extraño impulso que tenía de pequeño, el deseo de darle una segunda oportunidad a lo que no tenía ni tendría nunca una segunda oportunidad, es uno de los motores que mueven aún hoy mi mano, cada vez que me pongo a escribir una historia". Una historia de amor y oscuridadAmos Oz.

“Claro que así las cosas no pueden ajustarse en la realidad tal como se ajustan las pruebas en mi carta, la vida es algo más que un rompecabezas; pero con la corrección que resulta de esta objeción, una corrección que ni puedo ni quiero puntualizar, en mi opinión aun así se ha logrado algo tan cercano a la verdad que puede tranquilizarnos un poco a ambos y hacernos más fácil el vivir y el morir. Cartas al padre. Franz Kafka.


Hace un tiempo, luego de terminar la lectura de Estambul, una especie de autobiografía y ensayo sobre la ciudad natal del escritor turco, Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, leí una entrevista en donde éste citaba a Confesiones, de Jean-Jacques Rousseau, como uno de los libros que más impacto le había causado, pues lo había empujado a no perseguir verdades elocuentes o magnánimas como musas de su escritura, sino a explorar en la familiaridad de sí mismo para develar el carácter verdaderamente humano de las cosas. “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, decía otro hombre de las letras, León Tolstoi.
Una historia de amor y oscuridad es el cuadro de la aldea del prestigioso escritor israelí Amos Oz (Premio Israel de Literatura 1998, Premio Goethe 2005, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, entre otros), quien no sólo es reconocido internacionalmente por sus obras literarias, sino también por su incondicional y firme compromiso con el proceso de paz en el Medio Oriente.
Pero no fue, sin embargo, su deseo de conciliar las diferencias religiosas, ideológicas y sociales que anidan en el mundo que le tocó vivir aquello que condujo a Oz a sentir el llamado de la pluma, sino una ambición bastante menor y humilde nacida de la imperiosa necesidad de hallar la pacificación consigo mismo y con su propia historia familiar. Aunque, claro, este ejercicio de indagación interior, de revisionismo personal es tan honesto, inteligente y profundo que resulta inevitable que termine por abrevar en aguas más vastas. Es así como entonces asistimos a un recorrido por más de cien años en la historia de un pueblo y de una nación, una maraña de gente que aún lucha por el reconocimiento del derecho a conservar un espacio propio sin la constante amenaza de perderlo. En esa oscilación involuntaria que la novela hace de lo particular a lo universal estriba el misterio de su verdad agazapada y el cuadro que Oz pinta del mundo.

Construida a partir de ese binomio fundacional que son los padres en la vida de un hijo, la historia se hamaca entre los extremos de diversos opuestos, tensionándolos, poniéndolos en cuestión para extraer de ese duelo la curiosa identidad de este hombre, que a los catorce años decidió mudarse solo a un kibbutz y cambiar su apellido (Klausner por Oz) como forma de “matar” simbólicamente no sólo a su padre, sino también a ese pasado diaspórico que cargaban sobre sus hombros los jóvenes de su misma generación.



En el relato conviven, por un lado, la oposición de dos mundos distintos: el refinado de la Europa cosmopolita, erudita y humanista en la que habían crecido y estudiado sus abuelos y sus padres (oriundos de Rusia, Lituania y Polonia), y el sacrificado de esa tierra prometida y amada de los antepasados, situada en el Medio Oriente Occidental, a la que llegaron corridos por la xenofobia hacia los judíos que se expandían por el continente europeo. Asimismo, la oposición entre dos ciudades como modelos de dos vidas distintas: la provinciana, arraigada en el pasado de la gris y vieja Jerusalén, en donde nació y se crió Oz (creyendo que era “el último bastión del mundo en donde salía el sol cada mañana”), y la más moderna y próspera de la floreciente Tel Aviv. Por el otro, la tensión entre dos herencias muy distantes: la proveniente del luminoso temperamento de su padre, un hombre con una sensibilidad expansiva y extrovertida; y la melancólica existencia de su madre, una mujer retraída y nostálgica, cuya debilidad de carácter terminó por sumirla en una depresión y el suicidio a los tempranos 12 años de su hijo Amos. A su vez, la frustración de su padre, un experto en literatura universal y hebrea, condenado al oficio de bibliotecario toda su vida, un hombre políglota y erudito que nunca logró salir de la sombra que su tío, el renombrado profesor Yosef Klausner, ejerció sobre su propia carrera; y el éxito conseguido por el propio Oz, un escritor despreocupado por la erudición, a quien le “entra un sudor frío al ver una nota al pie de página”.

La novela está construida como una red que se teje y desteje (va y viene en el tiempo sin un orden cronológico dado) alrededor de estos movimientos pendulares, que responden a su vez a dos modelos de universos literarios bien distintos: el tolstoiano y el dostoievskano. Pero Amos Oz se ocupa de demostrarnos en la simplicidad de su trazo –lugar en donde anida la verdadera complejidad de su escritura– y en el acabado retrato social que dibuja, que él se siente más cerca de un mundo chéjoviano.

La epopéyica fundación del Estado de Israel luego de terminado el mandato británico, las tensiones que surgen a partir de ésta y el terreno indómito en el que esa tierra deseada y disputada termina por convertirse no es más que el telón de fondo en donde se despliegan los hechos trágicos que marcaron el recorrido de su infancia.


En los primeros capítulos de Una historia de amor y oscuridad, Oz relata -con ese gran conciliador que es el sentido del humor- la precaria manera en que se comunicaba su familia desde Jerusalén –por vía telefónica- con unos parientes que habitaban al otro lado de las oscuras montañas, en la ciudad de Tel Aviv. Una serie de preparativos insólitos se desplegaban para la ocasión, toda vez que ninguna de las dos familias poseía por aquel entonces (principio de los años 40) teléfono en sus hogares. De esa forma se veían obligados a llamarse mutuamente a las farmacias del barrio (donde sí había línea telefónica), previa cita para un día y una hora determinados, fijados con suficiente antelación y precisión por sendas cartas que iban y venían de una ciudad a otra a la espera de la debida confirmación. El pequeño Amós vivía esta situación no sólo con entusiasmo, sino también con extrema inquietud, producto de la curiosidad que le producía el hecho de que esa sencilla operación de levantar un tubo y oír la voz de otra persona dependía de algo tan complejo como el tendido de un hilo por entre la vastedad de un ríspido y escarpado terreno. La misma complejidad con que Amos Oz tendió hilos a través de las páginas de esta novela para unir ese caleidoscopio que conforman más de cien años en la historia de una saga familiar y de un país cuya paz, asimismo, sigue pendiendo de un hilo.


Ya sobre el final, cuando la oscuridad se empieza a cernir sobre la vida de su madre e, inevitablemente, sobre las páginas del libro, y todo lo narrado se convierte en un rodeo por momentos esquivo, por momentos valiente alrededor de ese triste y solitario final, Oz nos revela la verdad oculta detrás del impulso que lo llevó a escribir una historia que intenta acortar la distancia en años luz que lo separaba de sus padres. El deseo –casi como una necesidad vital– de darle una segunda oportunidad a las cosas que ya nunca la tendrían. En este caso, otorgarle trascendencia a su madre que se fue del mundo casi sin dejar huellas, y devolverle la grandeza y notoriedad a su padre, a quien la vida le esquivó la posibilidad de conquistarse un prestigio (y su hijo, la de conquistar un apellido). Una justa reivindicación poética.


viernes, 3 de junio de 2011

Los desencantamientos (parte II)




El avión despegó a las 9.50 a.m., cinco minutos después de la hora prevista. Era una mañana lluviosa y desoladora en la ciudad de Montevideo. El clima invitaba a irse. Los motivos del viaje también. A mi izquierda se sentó un hombre que no dio señal alguna de tener interés en socializar conmigo. Acertó con el asiento, pues entre hablar y leer, yo siempre elijo lo segundo. Había sacado el libro de Javier Marías de mi bolso antes del despegue. Necesito siempre que ese momento fatal  –en el que siento que el solo peso de mi miedo puede impedir que el avión alcance a levantar vuelo– me encuentre leyendo algo, cualquier cosa, desde la revista del freeshop hasta las instrucciones para ponerse un salvavidas en caso de amerizaje.
Abrí el libro en la página en donde lo había dejado en el viaje de ida, poco antes de la mitad.
Los enamoramientos no cuenta una historia de amor. Su título es engañoso. El enamoramiento está aquí fuera de foco (en oposición a la foto que ilustra la tapa del libro, donde solo está en foco la imagen de una feliz pareja reflejada en un espejo). El libro gira alrededor de un asesinato y de dos obsesiones que están más cerca de la patología psíquica que del sentimiento amoroso. Pero aun cuando esto no importe (que el libro no trate sobre lo que anuncia su título), tampoco es fácil advertirlo, pues en las primeras ciento cincuenta páginas uno no alcanza a saber cuál es el rumbo que el autor quiere imprimirle a la historia. No se sabe si ésta transita por los caminos de un drama o si se adentra en las aguas del género policial. Lo más increíble es que en las páginas siguientes tampoco termina de definirse por una cosa o por la otra, pues Los enamoramientos no debió haber sido un libro de ficción, sino un ensayo. Sobre la impunidad, sobre la obsesión por una determinada persona, sobre el deber ser, sobre la vida después de la muerte o sobre cualquier otra cosa menos sobre el amor como tal. Y digo que se acerca más a un ensayo que a una novela de ficción porque la reflexión predomina todo el tiempo sobre la acción. Una condición que en algunos libros puede despertar interés, pero que en éste se vuelve exasperante. Esto lo descubrí cuando miré por la ventanilla del avión.



 Llevábamos apenas quince minutos de vuelo cuando el comandante de abordo anunció que nos preparábamos para el descenso sobre la ciudad de Buenos Aires. Me gustan estos viajes porque suelen terminar antes de lo previsto. Tengo la teoría de que mienten deliberadamente cuando anuncian que el vuelo será de treinta minutos, solo para darnos una alegría después al aterrizar. Constaté entonces que tenía el cinturón ajustado y me dispuse a apurar la lectura. Pero el descenso no sobrevino. Desde la ventanilla entraba una luz blanca, una claridad fuera de lo habitual. El cielo estaba completamente encapotado, volábamos entre una masa uniforme de nubes blancas que no permitía distinguir ninguna señal del exterior. No se veía la línea del horizonte, ni el sol, ni el lecho del río, ningún elemento que sirviera de referente para establecer a ojo la distancia o la altura a la que estábamos. El avión parecía estar inerte, como  detenido en el cielo. El tiempo empezó a acompañar esa sensación de inmovilidad, yo empecé a perder la noción del tiempo, y el libro de Marías, a volverse denso como el cielo que atravesábamos.  


Los enamoramientos no avanza en línea recta, tampoco lo hace hacia atrás, es un permanente repliegue sobre sí mismo sobre la base de un par de ideas interesantes más un compilado de buenas citas (Balzac, Dumas). Todo ello muy bien escrito, sin duda, pero carente de sentimiento o emoción y con una intriga o suspense casi lavados o sin la fuerza suficiente para hacer avanzar el relato en forma ágil. El problema, a mi entender, estriba en el regodeo innecesario en el que Marías se pierde en pos de imprimirle profundidad al argumento. Repite y repite cientos de veces la misma reflexión, una línea de pensamientos que concadena como si de un razonamiento lógico-filosófico se tratara, mientras sus personajes quedan sueltos y desprendidos de la posibilidad de “actuar”. Uno puede preguntarse por qué el autor tuvo la necesidad de convocarlos si su intención era reflexionar sobre acciones casi sin narrar hechos. Entiendo que ésta es una condición de la literatura actual en donde parecería que los escritores ya no tienen historias nuevas para relatar, y se dedican a reflexionar sobre temas con cierta impronta de seriedad (aun cuando a veces éstos no la posean, que no es el caso de este libro). Ojo, no es que Javier Marías no cuente nada, lo hace, sí, pero la historia –además de que roza lo inverosímil (prefiero no  meterme en este tema, voy a dar por supuesto que sí lo es)– resulta apenas la octava parte del libro. El resto es una nube de ideas que, tal como la que sobrevolaba mi avión, nos hace sentir que estamos detenidos en un presente permanente que nunca avanza, un estado soporífero en el que la noción de tiempo y espacio se deshace en un ralenti.

 En estos pensamientos estaba cuando volví a escuchar la voz del comandante de abordo que anunciaba que en Buenos Aires la temperatura era de 12˚ C, la hora local 10.55 am y que –ahora– sí estábamos prontos a aterrizar. El vuelo de treinta minutos, esta vez, llegó con unos treinta y cinco de retraso de los que no sabría decir dónde estuvo. Lo que sí sé es que a las cuatrocientas páginas de Los enamoramientos le sobran la mitad. Como a este viaje de Montevideo a Buenos Aires al que le sobró la mitad del tiempo.



(Las fotos que ilustran esta nota son gentileza de mi amigo Fernando Jarach, un fotógrafo aficionado de "alto vuelo")