lunes, 21 de noviembre de 2011

La (re) búsqueda de la felicidad



"El hallazgo de un objeto es en realidad su redescumbrimiento". S. Freud

Para comentar la última  novela de la norteamericana Siri Hustvedt, El verano sin hombres, necesito hablar de cine. Me permito entonces esta pequeña digresión, ya se entenderá el porqué.

Hubo una época en que yo estaba convencida de que las buenas películas se podían distinguir a priori por el sello de su lugar de origen. Europa era la marca que señalaba el material de culto a diferencia de todo aquél que provenía de Hollywood, que inmediatamente era calificado de mero entretenimiento de feria, en especial si se insertaba en el género de la comedia. Mi apreciación, falaz y oblicua, no era el resultado de una minuciosa elaboración propia, sino el prejuicio formado e inducido por años de lecturas academicistas y conversaciones en círculos que fijaban (y fijan) ciertos parámetros de intelectualidad de muy corto alcance. Algunas enseñanzas posteriores y la posibilidad de abrir mi mente (una actividad que, a contrario de lo que se piensa, es más propia de la edad adulta que de la juventud) a experiencias cinéfilas sin valoraciones inducidas me brindaron la oportunidad de contrastar ese prejuicio con una serie de películas que destilan tanta o más inteligencia que aquellas cuya meta explícita es la de impresionar al espectador con el tratamiento “serio” de temas “importantes”.

Dicen que la comedia es el resultado de imprimirle la variable “tiempo” a la tragedia. Yo le agregaría una más: “distancia”.  Una ecuación que solo los grandes artistas saben despejar bien. Los directores del cine clásico de Hollywood comprendieron este proceso y se dedicaron a filmar, entre los años 30 y 40, un conjunto de películas (screwball comedies) que hacían foco en el matrimonio. Son historias de parejas que, luego de atravesar la instancia de la separación o el divorcio, deciden recomponer la vida en común pero a partir de un lugar distinto. El impulso de la trama es conseguir que la pareja se (re)una, que se una otra vez. El tono es el propio de la comedia de enredos y bajo su aparente superficialidad subyace un universo de gran complejidad, lleno de matices. Este reencuentro de la pareja no se da de manera solemne, no requiere de certezas ni promesas eternas, no se plantea el amor como un estado ideal que puede sustraerse de una realidad contrariada por naturaleza. El sentido de estas comedias es desacralizar el matrimonio sin necesidad de menospreciarlo o invalidarlo, sino simplemente revistiéndolo de humanismo y de autoconciencia. No hay en estas películas bodas, padrinos ni testigos, se confía en que la pareja encuentra la felicidad sola, improvisando un mundo íntimo más allá de las ceremonias. “No se trata de empezar de cero, sino de empezar de nuevo, de retomar el hilo… Los protagonistas aceptan la percepción soterrada de que el matrimonio requiere su propia prueba, de que nada puede demostrar su validez desde fuera; y su comicidad consiste en sus tentativas de entender, quizá de subvertir, de librarse de la necesidad del salto inicial, de pasar directamente a un estado de reafirmación”. Algo así como aprender a “hacer la vista gorda” para poder seguir adelante, pero con plena conciencia de ello, claro.
La cita corresponde a las palabras del filósofo y catedrático norteamericano Stanley Cavell, quien dedicó un libro (La búsqueda de la felicidad, editorial Paidós) y varias conferencias al estudio de este género cinematográfico.


Siri Hustvedt, que ha visto varias screwball comedies y leído a Cavell, elige pararse en este lugar para desarrollar desde allí su relato. A diferencia de sus novelas anteriores, acá no prima la tragedia aun cuando la historia posee ribetes indudablemente dramáticos. Husvedt toma, al narrar, una decisión que no es solo estética, sino también ética. Ante la pregunta: ¿de qué manera contar la historia de una mujer (Mia) en sus cincuenta que recién sale de un psiquiátrico en donde debió ser internada como consecuencia de la crisis que le produjo el abandono de su marido (Boris) por una mujer más joven?, la respuesta de la escritora es –en total concordancia con su personaje– con humor, con distancia, con autoconciencia. Cualquier otro escritor poco avezado tomaría el camino más corto, el de la tragedia, porque eso es lo que se ciñe sobre el personaje. Pararse frente a un drama y reírse de él sin caer en la burla ni en el humor negro, requiere de inteligencia; hacerlo, además, desde un género que es privativo del cine implica dominar las reglas de un lenguaje ajeno al literario para poder transpolarlo.
Hustvedt lo sabe y no lo esconde, muestra las armas con las que sale al ruedo desde el principio. La novela está plagada de estas señales. La cita inicial es un extracto de un diálogo de la película La pícara puritana, de Leo McCarey; los personajes entran al cine a ver una proyección de otra screwball comedyLo que sucedió aquella noche, de Frank Capra; el apodo con el que la protagonista decide nombrar a la nueva novia de su ex es “Pausa”; en varios capítulos hay pequeños inserts de dibujos a modo de story board; el capítulo final termina con un cartel que reza “Fundido en negro”. Y así como en las películas de screwball comedy, aquí también hay guiños autoconscientes hacia el espectador, Hustvedt juega a confundir por momentos al personaje –que narra en primera persona– con la propia escritora, algunos puntos en común con su vida privada se pueden descubrir como intencionales, hay una cita incluso a su propio marido (el escritor Paul Auster) al hablar de “suena la música del azar, como lo ha expresado un eminente novelista norteamericano”. Pero el universo intelectual que atraviesa este relato no solo remite al cine, hay referencias cruzadas a la filosofía, a la literatura, al psicoanálisis, hasta a la anatomía del clítoris.
Si se piensa que el cine es la sumatoria de movimiento más tiempo, se comprende entonces que la autora haya elegido insertar su novela dentro de un género que es netamente fílmico (si bien se rastrea su origen en la comedia romántica shakesperiana), pues ¿qué otra cosa se necesita sino tiempo para poder reírse de una situación dramática (y para perdonar  a un cónyuge infiel)? 

El verano sin hombres es una novela con un final previsible, como lo son todas las screwball comedies. El lector sabe desde el comienzo que los personajes van a volver a estar juntos, que Boris va a terminar con la “Pausa” que le puso a su vida con Mia y Mia va a aceptar las torpes disculpas de Boris no sin antes montar la escena de esposa despechada que quiere que la seduzcan. Sin embargo, ello no impide disfrutar del proceso de un movimiento que se percibe como lineal pero no lo es, por el contrario, se pliega sobre sí mismo antes de volver a surgir, porque en definitiva de lo que se trata no es de corregir un error, sino de cambiar la perspectiva sobre la experiencia. Porque tal como señaló Hegel: los hechos y los personajes de la historia ocurren dos veces, a lo que Marx agregó: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa.
  De aprender a reírnos en la segunda va la cuestión.



viernes, 18 de noviembre de 2011

To be or no to be


Hoy hablé con alguien que me dijo, textual: "En los blogs, si no estás escribiendo todo el tiempo, no te lee nadie, no existís".
“Ja ja –me reí para mis adentros– éste me habla tan a la ligera porque no sabe que tengo un blog”.

Volví a mi casa con esa frase taladrándome la cabeza como una guillotina presta a caer sobre mi cuello, intenté terminar la nota que estoy escribiendo desde hace dos días sobre el último libro de Siri Hustvedt, pero no pude. Es un hecho. La escritura es para mí un ritual que necesita su tiempo de maduración. La velocidad, la urgencia no se llevan bien con las palabras y los pensamientos. No creo que uno deba lanzarse a decir cualquier cosa simplemente porque los medios actuales, como los blogs, lo permiten.  Abogo por una escritura responsable, reflexiva, creativa y disparadora de ideas. Que hable quien tenga algo interesante para decir y sino que calle.    

Dicho esto, me voy a la presentación de la novela del escritor Eduardo Berti, galardonada con el premio Planeta 2011, El país imaginado.

Y le hago “oleee” a quien hoy me lanzó su apocalíptica sentencia.


viernes, 11 de noviembre de 2011

La narración como conjuro



Este post es consecuencia de dos hechos inconexos, dos simples acontecimientos que decidí ligar por esas extrañas asociaciones con las que a veces nos sorprende nuestra mente. Sepan disculpar si adolece de cierta incongruencia manifiesta, mera deudora de mis caprichos.

Esta mañana escuché en la radio a un periodista que hablaba, a raíz de una nota publicada en el diario, acerca de la pobreza de lenguaje que impera en ciertos sectores de la Argentina, sobre todo en determinados grupos etarios y de nivel socioeconómico. En concreto se refirió a un estudio reciente que arrojó el dramático resultado de que algunos jóvenes que habitan en las zonas más carenciadas del conurbano bonaerense poseen un vocabulario tan escaso y un intelecto tan poco desarrollado que su facultad de comunicación goza del mismo alcance que la que se produce cuando dos hormigas chocan sus antenas. El periodista manifestaba su preocupación, que es la mía también, por el futuro de una sociedad con una capacidad de expresión por demás acotada. 
Frente a una realidad tan plagada de matices, la imposibilidad de contar con elementos que nos ayuden a pensarla echa un diagnóstico muy oscuro y penoso. 

Con estas ideas rondándome la cabeza llegué a mi estudio, encendí la computadora y me encontré con que mi amigo Álvaro comentaba en su muro del Facebook que había terminado la lectura de El legado del Rey Tsongor, de Laurent Gaudé, escritor y dramaturgo francés, ganador del prestigioso premio Goncourt. Recordé entonces que su novela posterior, El sol de los Scorta, escrita con ese tinte épico-mítico en el que su prosa se mueve tan ligera, abrevaba de ese tema: el lenguaje como vehículo para transmitir entre generaciones las claves que nos ayudan a comprender tanto nuestra historia familiar como la de los procesos históricos, tanto los misterios del vasto universo como la miríada de sensaciones que nos invaden en el simple roce con el Otro. La palabra como productora de sentido, el único conjuro contra tanto silencio. 

Aquí entonces la nota que escribí hace un tiempo sobre El sol de los Scorta.


"El hombre no es una cosa, sino un drama, un acto... La vida es un gerundio, no un participio... El hombre no tiene naturaleza, tiene historia". J. Ortega y Gasset.

Los mitos, cualquiera sea su origen, son relatos fundacionales, historias que hemos necesitado inventar para dotar de algún sentido a la existencia, para entender las (sin)razones por las que estamos aquí y, a la vez, paliar la angustia que produce la certeza de que un día ya no estaremos. Pequeños esbozos de verdades, productores de sentido, el anclaje de todas las historias que se han narrado desde que el hombre elaboró un sistema de signos para comunicarse y para poder contarse su propia historia como condición necesaria para entenderla.
En tiempos en que la literatura muchas veces naufraga a la deriva, aferrada a las plumas de algunos escritores que reniegan de la idea de que las narraciones deban o puedan poseer un sentido y que se entregan a escrituras cuyo status no debiera pasar del ámbito personal y experimental, el novelista y dramaturgo francés Laurent Gaudé opta por una vuelta al origen de todos los relatos, el mito. A sabiendas de que en ese espacio ficcional anidan agazapadas muchas respuestas a los grandes interrogantes de la humanidad, Gaudé apuesta a esa doble construcción de sentido, y concibe entonces un pequeño universo cuyo relieve se palpa tanto en el anverso como en el reverso. 

Vertebrada por una prosa amena y que destila calidez en cada una de las imágenes que evoca, El sol de los Scorta es una novela cuya historia si bien se inscribe en los tiempos que van de finales del s. XIX a mediados del s. XX posee, sin embargo, esa atemporalidad tan propia de las tragedias griegas o shakespereanas en las cuales el destino no es más que una cadena de acontecimientos puestos en movimiento por el simple batir de las alas de una mariposa y sobre el cual los hombres poco dominio pueden ejercer. Un pequeño pueblo imaginario, ubicado en el sur de Italia y que moja sus cimientos en las playas del mar Adriático, es el escenario elegido por Gaudé para situar la saga de la familia Scorta. Allí echa a andar a sus criaturas bajo un sol cansino que tuerce sus espaldas como el peso del error que los concibió. Así como en tantos otros relatos mitológicos, la confluencia estelar al momento de la concepción de esta estirpe familiar no es la más apta para propiciar un linaje de hombres y mujeres honestos y con un futuro promisorio, sino que responde a esa suerte de eventualidad maldita que los dioses a veces propinan como una baraja mal dada. Signado por esas fatuas condiciones y preso del odio acumulado durante varios años de condena, el legendario malhechor Luciano Mascalzone regresa al pueblo decidido a tomar por la fuerza a la mujer de sus sueños, pero no advierte –en su afán ciego de venganza– que un error lo lleva a poseer a la hermana y a engendrar con ella a un joven, Rocco Scorta Mascalzone, que cargará con la ignominia y la transmitirá a su estirpe como un gen maldito. A partir de allí se desencadenan toda una serie de fatalidades que Gaudé hila con la precisión premonitoria de una pitonisa. Es así como ese hijo “mal parido”, una vez adulto, toma de prepo a una mujer muda como esposa y juntos conciben una descendencia de cuatro hermanos que deben luchar para sobrevivir frente a un destino que parece poco dispuesto a los cambios. Pero como en todos los mitos, la desgracia lleva consigo el conjuro para su propia absolución. Para esta familia la salvación, la posibilidad de birlar a la providencia está en el uso que puedan hacer de la palabra, la palabra como una llave que destraba obturaciones, que encuentra salidas y genera sentidos nuevos.

“Hablar una vez. Para dar un consejo, para transmitir lo que se sabe. Hablar. Para no ser simples animales que viven y mueren bajo el silencio del sol”, les pide un día Raffaele Scorta a sus hermanos, sobrinos e hijos. Y así lo cumplen. Pues sólo quienes pueden hacer uso de la palabra y poseen la gracia de transmitirla logran vencer en este fatídico teatro de marionetas. Lo mismo que hace el autor con su novela, posar su cándida prosas  sobre unas imágenes meticulosamente construidas para, con el eco de éstas, echar luz sobre la historia. Gaudé escribe porque tiene algo para decir, algo para contar, algo para legar. Y no le escatima al lector la posibilidad de que éste descubra un sentido, ni le importa si es el mismo que él ha querido significar. Su escritura es, pues, amable, resonante, generosa; busca transmitir la íntima convicción de que la palabra, dicha o escrita, posee el mismo poder para mover montañas que el simple aleteo de una mariposa. Y la misma fuerza para torcer el calvario de un destino muchas veces necio.







jueves, 3 de noviembre de 2011

De ética, espíritus y relatos ascetas




Mientras sigo buscando algún libro interesante para recomendar, dentro de las pocas novedades que encuentro en los estantes de las librerías gracias a la política comercial de nuestro gobierno que mantiene suspendido el ingreso de libros impresos fuera del país, subo esta nota que escribí sobre la película La cinta blanca, de Michael Haneke. 


A principios de s.XX, el economista y sociólogo alemán Max Weber escribió unos ensayos que se publicaron durante dos años en una de las revistas más prestigiosas de Alemania y luego, en forma de libro, con el título: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El autor planteaba allí una tesis que se convertiría en una de las teorías que más polémicas ha desatado en el ámbito de las ciencias sociales sobre la relación entre la ética del protestantismo y el espíritu del sistema capitalista. Como consecuencia de las excesivas reediciones y traducciones de los textos, los detractores de la teoría weberiana vieron en la misma un intento por refutar la teoría marxista del materialismo histórico. Una interpretación que estaba lejos de la intención de Weber, quien no pensó su tesis –que concibe una visión causal idealista de la historia y la cultura–, como la refutación de la teoría materialista que argüía su compatriota Karl Marx, sino como una vertiente más en el arduo y complejo proceso de pensar los procesos históricos.

A grandes rasgos, lo que Weber había observado y aquello que lo llevó a escribir sus ensayos fue que la ética de la religiosidad protestante (principalmente en sus líneas calvinista y luterana) había contribuido a la expansión del capitalismo por cierta afinidad con su “espíritu”. Cabe aclarar que Weber no consideró que el capitalismo fuera la consecuencia necesaria del protestantismo, sino que ambos estaban imbricados por una mera “afinidad electiva”. O sea que lo que Weber halló en la ética de la religión protestante fue una condición ideológica propicia para que el capitalismo evolucionara de la forma que lo hizo, pues el ascetismo intramundano y la santificación del trabajo, dos principios básicos de dicha corriente religiosa, que conjugados con otras variables –como la económica, por ejemplo– propiciaron en determinado momento histórico las condiciones para el desarrollo del capitalismo moderno.


Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco (aunque nacido en Alemania), que cuenta en su haber con los más altos galardones del cine europeo y con el beneplácito de la crítica especializada, intenta en su última película, La cinta blanca, demostrar su versión de la tesis weberiana al pintar el fresco de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial.
Filmada en un depurado blanco y negro, cuya estética no puede dejar de compararse con la de Dreyer (con la salvedad de que en este caso fue rodada en color y luego, en postproducción, convertida), con una cámara que casi no se mueve en pos de escrutar cada mínimo gesto de los personajes o de remarcar su ausencia en el plano, con una banda de sonido sin estridencia alguna, como si con la sordidez de ese mundo visual monocromático bastara para generar la inquietud que se busca producir, La cinta blanca intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regimenes políticos más nefastos y oprobiosos de los que la historia de la humanidad puede dar cuenta. Sin embargo, no son tan claros los aciertos, pues, así como los detractores de Weber creyeron ver en su visión idealista de la historia la refutación de la teoría materialista, Haneke peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones que se pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo horror, y deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas del nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que este tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la Alemania de la Segunda Guerra (el caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien, en cientos de comunidades actuales en donde la educación y la religión siguen funcionando con una doble moral, en base a una culpa fundacional que gobierna todas y cada una de las acciones y un alto grado de perversidad e hipocresía (las noticias diarias sobre los curas adictos a la pedofilia es apenas la punta del iceberg de creencias y estructuras religiosas que se hunden en el anacronismo, la falta de ética y la detentación de un poder enfermo y maquiavélico).
Haneke inclina la balanza, al juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi, por la ideología que sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo religioso, y desdeña el gran factor económico, producto de la nada despreciable derrota del Imperio alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la Primera Guerra Mundial. La Historia es más compleja de lo que parece.
El relato de La cinta blanca está construido en base a cuatro personajes, tres de los cuales son parte de un mismo lado de la moneda y el cuarto es su reverso. El médico, el pastor y el dueño de la estancia en donde se emplean todos los habitantes del pueblo son los arquetipos del mal, los modelos de los que la película se sirve para mostrar la doble moral, la falta de ética y de escrúpulos, la severidad educativa y religiosa, la represión sexual y la carencia de ella, la hipocresía, y la explotación feudal que imperaban en esa comunidad, modelos que a su vez son los que tallarán el espíritu de esos niños –pequeños perversos polimorfos–, la generación venidera. El cuarto personaje, el maestro del pueblo, que es quien nos conduce por el relato con su voz en off, cumple la función de marcar los buenos valores, la senda correcta de la que la sociedad terminará por apartarse con la intensidad de una caída por un barranco.

El ascetismo que Haneke le carga a la puesta en escena y a toda la dimensión del relato es afín a ese ascetismo que caracteriza al dogma protestante, una decisión que si bien está en concordancia con el tema, le quita la posibilidad a la película de generar algún tipo de emoción o empatía, por el contrario, el distanciamiento es total, no sólo respecto de los personajes, sino también respecto de la historia e, incluso, del drama o de la visión nefasta que plantea sobre la sociedad que se retrata. Viniendo de cualquier otro director, uno podría imaginar que éste es un recurso estilístico, una elección estética en sintonía con el tema al que la película alude, sin embargo, tratándose de Haneke, ésta parecería que es la única manera en que puede filmar, ya que el mismo efecto (por defecto) producen sus films anteriores La profesora de piano (The Pianist, 2001), Escondido (Caché, 2005) o Juegos Perversos (Funny Games, 1997). Michael Haneke se parece más a un sociólogo que a un realizador cinematográfico, busca hacer cuadros de situación, pequeñas e insidiosas disecciones de temas sin llegar a producir emoción, aunque sí cierta sensación de repugnancia o rechazo por todo aquello que sus imágenes sugieren. Pero con ello no alcanza, sobre todo porque además sus películas dejan sin resolver –en la mayoría de los casos– la poca intriga que sus tramas generan. Algunos podrían decir –de hecho el propio director lo ha declarado así en más de una oportunidad– que está más interesado en plantear los conflictos que en resolver las tramas. Pues bien, frente a esto uno también podría pensar que en realidad no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo darles un cierre a las historias sin que eso implique que pierdan peso o espesura los temas. Pero parecería que es más sofisticado decir que lo que se busca es perturbar al espectador, plantear preguntas más que respuestas. Lo cierto es que puede hacerse todo eso y aun asi, encontrarle finales a las historias, finales que se ocupen de atar los cabos sueltos de la trama; la tarea más compleja a la que se enfrenta cualquier narrador (ya sea cineasta o escritor) y la que más se elude en el cine independiente actual.

Haneke, quizás, debería animarse a traspasar ese “ascetismo intramundano” que caracteriza a sus películas y ponerles un poco de pasión, de fuerza vital, aun cuando su mirada se siga depositando en las mismas miserias del alma humana, y aun también cuando acierta a convertir la cinta blanca en una ingeniosa y triste metáfora de la cruz esvástica y de la estrella de David que tanto unos como otros portaron (en el segundo caso, “debieron” portar) en brazaletes durante cierta etapa negra de la Historia.