martes, 24 de abril de 2012

Confieso que he leído



Mi relación con la literatura podría decirse que es casi carnal.  Se remonta a mis 3 o 4 años cuando mi mamá me llevaba al supermercado y yo la acompañaba entusiasmada porque sabía que al final, después de cargar el carrito con la comida, ella cumplía con la promesa y me dejaba elegir un libro de unos estantes que estaban más allá de las góndolas. Logré llenar tres cajones completos de un viejo mueble con esos libros cargados de historias que solo cobraban vida a través de su voz. Esa primera biblioteca sufrió la misma suerte que la de Alejandría cuando mi hermana –dos años menor que yo– alcanzó la altura de los cajones y con una algarabía salvaje rompió con sus manos cada uno de mis libros. Me repuse de la pérdida en cuanto empecé a devorar –ya por mi propia cuenta– la biblioteca de mis padres. Todavía recuerdo ese orden que yo alteraba sin permiso y a veces hasta a escondidas. El lomo de cuero con la letras doradas de los rusos: Dostoievski, Tolstoi, Pushkin, Nabokov, una edición casera y tipeada a mano de El jardín de los cerezos. La pintura que ilustraba la tapa dura de ese Tiro de gracia de Yourcenar que dio directo en mi corazón. Un mundo feliz, El hombre ilustrado, Crónicas Marcianas, Farenheit pusieron al revés mi mirada del mundo. Esa primera edición de Sudamericana de Cien años de soledad, Desde el jardín, uno de Pío Baroja cuyo título ya no recuerdo. Conversación en la Catedral,  Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia me hicieron amar a Vargas Llosa tanto como desear convertirme en “escribidora”. El extranjero de Camus con las tapas color bordó o ¿era La Peste el de esa edición? Algún Balzac en esas modestas ediciones de Bruguera. El siglo de las luces de Carpentier,  Kundera y su Levedad. La apología de Sócrates acompasó un largo viaje en micro a Bariloche. 20 Poemas de amor y una canción desesperada me enseñaron a metaforizar mis primeros escarceos en el amor.  Uno cuyo título me apenaba pero me ayudó a entender de qué hablaba mi papá cuando hablaba de correr: La soledad del corredor de fondo. La ingenua infidelidad de Madame Bovary, y la irremediable Condición humana de Malraux.
Esa biblioteca que no era mía dibujó la primera cartografía de esto que soy hoy. Los libros han marcado siempre un recorrido en la evolución de mis pensamientos. No puedo sentir más que gratitud por ellos y por todos esos escritores que ensayaron respuestas al misterio de la existencia al tejer historias en cada una de esas páginas de las que me apropié en una casi instintiva necesidad de explicarme la propia.
Aprovecho este somero homenaje a los libros en su día para confesar públicamente que sí les he robado algunos a mis padres y que seguiré negándolo cada vez que se paren frente a mi biblioteca para tratar de encontrarlos. Que la historia me juzgue.


lunes, 30 de enero de 2012

Segundas vidas


"Cada estación de aquel año le parecía una vida eterna. Una vida de otoño, el esmalte de la escarcha sobre el dorado de las hojas secas. Una vida de invierno, la lámpara de petróleo en la ventana, una lucecita en medio de la nevada. Una vida de primavera, las noches en que las aguas lamían los viejos escalones de madera... Y una vida de verano, la casa flotando sobre las ondas azuladas de las hierbas y las flores. Mucho tiempo después, Volski recordaría aquella eternidad lenta, muy lenta e íntima, uno solo de cuyos días podía cicatrizar todas las heridas de su destrozada vida". Vida de un desconocido, Andreï Makine


No me gusta Borges. Así pensé que debía empezar este post cuando comencé a pensar en él una tarde de lluvia copiosa en un balneario de la costa australiana, bien lejos de la posibilidad de sentarme a escribirlo. "No me gusta Borges" me pareció, sin embargo, una frase demasiado provocadora para convertirse en el comienzo de una nota en un blog de libros. Provocadora en la medida en que era (es) políticamente incorrecta, fuera de cualquier canon literario. Aun así pensé que no era del todo desacertada porque sí era (es) del todo sincera, y no deja además de ser una mera apreciación personal. La novela que terminaba de leer esa tarde opaca y húmeda, en un sitio que –vaya paradoja- se llama Sunshine Coast, despabiló –por efecto de oposición- esa idea “pecaminosa” con la que convivo en silencio desde hace años.
Las palabras  se agolparon en mi cabeza con la misma inclemencia con que la lluvia machacaba el techo de la habitación del hotel. La prosa que el escritor ruso/francés Andreï Makine despliega en Vida de un desconocido había vuelto a desatar esa tormenta que se produce en mi interior cuando navego por las aguas de un buen libro. Un torbellino de imágenes y pensamientos se dibuja en mi cabeza y despierta mis sentidos, como si la lectura no fuera solo un ejercicio del intelecto, sino también una vívida experiencia del cuerpo.

Pero, ¿por qué pensé en Borges esa tarde en que empecé a escribir mentalmente lo que quería decir sobre la novela de Makine? La respuesta es simple y recurrente. Porque la escritura de Borges -a diferencia de la de Makine y la de tantos otros- no me produce nada, porque yo paso por sus cuentos pero ellos no pasan por mí. No pongo en tela de juicio sus dotes literarios ni la importancia de su obra, simplemente digo que no me gusta, que nunca me pasa nada cuando lo leo, que su prosa no me atraviesa, aun cuando pueda descubrir en ella mucha inteligencia y destreza. Me despierta lo mismo que la lectura de unas minuciosas instrucciones para el armado de una máquina, la idea de que alguien ha sabido inventar algo muy bien. Nada más, nada menos. 

Los canones deberían existir solo para ser derribados, desmentidos una y otra vez. Andreï Makine es en la Argentina un escritor casi desconocido, no debe figurar en el canon de ningún crítico literario ni de ningún lector por más prolífero que éste sea. Nadie habla de sus novelas, nadie lo invita a la Feria del Libro ni a los festivales o encuentros literarios, pese a que los prestigiosos premios que ha recibido son carta de presentación más que suficiente. La anécdota de cómo su libro llegó a mis manos es la mejor ilustración de esto que afirmo. Encontré Vida de un desconocido (y Réquiem por el Este, novela que todavía no leí) en una librería de viejos y usados. Casualmente ambos libros estaban sin abrir, o sea, sin leer. Habían sido vendidos –me contó la dueña– por un periodista a quien la editorial le había hecho llegar los ejemplares para que los comentara o reseñara en el medio para el que trabajaba; sin mucha suerte, por lo visto… Pocos saben lo que se pierden. 

Hace un tiempo escribí en este blog sobre otra de sus novelas, La mujer que esperabahttp://librosbookslivres.blogspot.com/2011/06/en-busca-del-tiempo-perdido.html, allí conté que Makine nació en Siberia (ex URSS), que a los treinta años se exiló en Francia, y que el francés en el que escribe no es para él una lengua adoptiva -como algunos creen-, sino su lengua materna.
Vida de un desconocido es el tercer libro de su autoría que leo. Cada uno de ellos ha desatado en mí la tormenta. Su escritura es intensa, sabrosa, plagada de matices y sutilezas; cada frase está cargada de poesía, de un lirismo que cautiva e hipnotiza como un narcótico. Makine narra historias potentes, desgarradoras y bellas a la vez, capaces de dejar al descubierto tanto la fragilidad de lo humano como su entereza. La cadencia de sus palabras logra bañar con luz el pensamiento más sórdido, el acontecimiento más oscuro, la herida más profunda. Su universo está hecho de personajes que intentan olvidar para salvarse del acecho mordaz de la memoria. Makine los reconstruye y les pone voz en un ejercicio de fina dialéctica, porque sabe que el olvido está necesariamente hecho de retazos de recuerdos que golpean en la memoria como olas contra una escollera. 
Vida de un desconocido narra la experiencia de Shútov, un escritor ruso exiliado en París que decide regresar a San Petersburgo con la ilusión de reencontrar el gran amor de su juventud, ese al que evoca una y otra vez a través de un viejo relato de Chéjov en el que dos enamorados bajan juntos en trineo por una ladera nevada. El viaje a ese pasado que el tiempo ha vuelto incierto,  sorprende a Shútov con un presente que nada guarda del espíritu de lo que él recuerda. Y lejos de revivir su amor añorado, termina por devolverle la voz a  un hombre al que el horror de la Historia se la ha silenciado. Volski es un anciano que carga sobre su cuerpo lacerado las huellas de una época siniestra, la del stalinismo más sangriento, la del cerco a Leningrado, la de los gulags, la del oprobio, un tiempo que ha sepultado la dignidad humana bajo escombros. Shútov restablece algo de ese orden perdido al dejar hablar a Volski, cuya propia historia de amor, a su vez, conserva el espíritu de lo que para Shútov guardaba ese relato de Chéjov, la de un hombre que en el medio de la guerra podía todavía levantar su vista al cielo para comunicarse con la mujer a la que amaba, para salvarla del olvido, para salvarse del espanto.  



"Leer una novela significa entender un mundo a través de una lógica no cartesiana",  dice el escritor Orhan Pamuk en su reciente ensayo El novelista ingenuo y sentimental, darnos cuenta de que no hay un solo centro sino muchos conviviendo juntos en los relatos, tal como ocurre en la vida. No obstante, leemos las novelas con la esperanza de hallarlo entre sus páginas, ansiamos encontrar una lógica que explique los acontecimientos, la misma que desearíamos hallar en la realidad para entenderla. Los buenos libros son aquellos que nos hacen creer que hay una explicación posible y a la vez nos demuestran que no la hay. Juegan con nuestro impulso por comprender y a la vez con nuestra negativa a pensar que hay una sola una explicación válida para la existencia, nos muestran y nos esconden el centro.
De esta inmensa complejidad están construidas las grandes novelas, esas segundas vidas que -a veces en nuestra bella ingenuidad- llegan a parecernos más reales que la realidad. La escritura de Makine posee esa condición, la saber de nombrar las cosas por primera vez, la de desmentir lo consabido, la de ilusionarnos con que podemos encontrar un centro, la de digitar las corrientes que desatan la tormenta que late en mí.