Mientras sigo buscando algún libro interesante para recomendar, dentro de las pocas novedades que encuentro en los estantes de las librerías gracias a la política comercial de nuestro gobierno que mantiene suspendido el ingreso de libros impresos fuera del país, subo esta nota que escribí sobre la película La cinta blanca, de Michael Haneke.
A
principios de s.XX, el economista y sociólogo alemán Max Weber escribió unos
ensayos que se publicaron durante dos años en una de las revistas más
prestigiosas de Alemania y luego, en forma de libro, con el título: La ética
protestante y el espíritu del capitalismo. El autor planteaba allí una
tesis que se convertiría en una de las teorías que más polémicas ha desatado en
el ámbito de las ciencias sociales sobre la relación entre la ética del
protestantismo y el espíritu del sistema capitalista. Como consecuencia de las
excesivas reediciones y traducciones de los textos, los detractores de la teoría
weberiana vieron en la misma un intento por refutar la teoría marxista del
materialismo histórico. Una interpretación que estaba lejos de la intención de
Weber, quien no pensó su tesis –que concibe una visión causal idealista de la
historia y la cultura–, como la refutación de la teoría materialista que argüía
su compatriota Karl Marx, sino como una vertiente más en el arduo y complejo
proceso de pensar los procesos históricos.
A
grandes rasgos, lo que Weber había observado y aquello que lo llevó a escribir
sus ensayos fue que la ética de la religiosidad protestante (principalmente en
sus líneas calvinista y luterana) había contribuido a la expansión del
capitalismo por cierta afinidad con su “espíritu”. Cabe aclarar que Weber no
consideró que el capitalismo fuera la consecuencia necesaria del
protestantismo, sino que ambos estaban imbricados por una mera “afinidad
electiva”. O sea que lo que Weber halló en la ética de la religión protestante
fue una condición ideológica propicia para que el capitalismo evolucionara de
la forma que lo hizo, pues el ascetismo intramundano y la santificación del
trabajo, dos principios básicos de dicha corriente religiosa, que conjugados
con otras variables –como la económica, por ejemplo– propiciaron en determinado
momento histórico las condiciones para el desarrollo del capitalismo moderno.
Michael
Haneke, el reconocido director de cine austríaco (aunque nacido en Alemania),
que cuenta en su haber con los más altos galardones del cine europeo y con el
beneplácito de la crítica especializada, intenta en su última película, La
cinta blanca, demostrar su versión de la tesis weberiana al pintar el
fresco de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania
inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial.
Filmada
en un depurado blanco y negro, cuya estética no puede dejar de compararse con
la de Dreyer (con la salvedad de que en este caso fue rodada en color y luego,
en postproducción, convertida), con una cámara que casi no se mueve en pos de
escrutar cada mínimo gesto de los personajes o de remarcar su ausencia en el
plano, con una banda de sonido sin estridencia alguna, como si con la sordidez
de ese mundo visual monocromático bastara para generar la inquietud que se
busca producir, La cinta blanca intenta erigirse en una radiografía de
una sociedad en la que se gestó uno de los regimenes políticos más nefastos y oprobiosos
de los que la historia de la humanidad puede dar cuenta. Sin embargo, no son
tan claros los aciertos, pues, así como los detractores de Weber creyeron ver
en su visión idealista de la historia la refutación de la teoría materialista,
Haneke peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones que se
pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo horror, y
deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas del
nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que este
tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte
raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la
Alemania de la Segunda Guerra (el caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien,
en cientos de comunidades actuales en donde la educación y la religión siguen
funcionando con una doble moral, en base a una culpa fundacional que gobierna
todas y cada una de las acciones y un alto grado de perversidad e hipocresía
(las noticias diarias sobre los curas adictos a la pedofilia es apenas la punta
del iceberg de creencias y estructuras religiosas que se hunden en el
anacronismo, la falta de ética y la detentación de un poder enfermo y maquiavélico).
Haneke
inclina la balanza, al juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi,
por la ideología que sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo
religioso, y desdeña el gran factor económico, producto de la nada despreciable
derrota del Imperio alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la
Primera Guerra Mundial. La Historia es más compleja de lo que parece.
El
relato de La cinta blanca está construido en base a cuatro personajes,
tres de los cuales son parte de un mismo lado de la moneda y el cuarto es su
reverso. El médico, el pastor y el dueño de la estancia en donde se emplean
todos los habitantes del pueblo son los arquetipos del mal, los modelos de los
que la película se sirve para mostrar la doble moral, la falta de ética y de
escrúpulos, la severidad educativa y religiosa, la represión sexual y la carencia
de ella, la hipocresía, y la explotación feudal que imperaban en esa comunidad,
modelos que a su vez son los que tallarán el espíritu de esos niños –pequeños
perversos polimorfos–, la generación venidera. El cuarto personaje, el maestro
del pueblo, que es quien nos conduce por el relato con su voz en off, cumple la
función de marcar los buenos valores, la senda correcta de la que la sociedad
terminará por apartarse con la intensidad de una caída por un barranco.
El
ascetismo que Haneke le carga a la puesta en escena y a toda la dimensión del
relato es afín a ese ascetismo que caracteriza al dogma protestante, una
decisión que si bien está en concordancia con el tema, le quita la posibilidad
a la película de generar algún tipo de emoción o empatía, por el contrario, el
distanciamiento es total, no sólo respecto de los personajes, sino también
respecto de la historia e, incluso, del drama o de la visión nefasta que
plantea sobre la sociedad que se retrata. Viniendo de cualquier otro director,
uno podría imaginar que éste es un recurso estilístico, una elección estética
en sintonía con el tema al que la película alude, sin embargo, tratándose de
Haneke, ésta parecería que es la única manera en que puede filmar, ya que el
mismo efecto (por defecto) producen sus films anteriores La profesora de
piano (The Pianist, 2001), Escondido (Caché, 2005) o Juegos
Perversos (Funny Games, 1997). Michael Haneke se parece más a un sociólogo
que a un realizador cinematográfico, busca hacer cuadros de situación, pequeñas
e insidiosas disecciones de temas sin llegar a producir emoción, aunque sí
cierta sensación de repugnancia o rechazo por todo aquello que sus imágenes
sugieren. Pero con ello no alcanza, sobre todo porque además sus películas
dejan sin resolver –en la mayoría de los casos– la poca intriga que sus tramas
generan. Algunos podrían decir –de hecho el propio director lo ha declarado así
en más de una oportunidad– que está más interesado en plantear los conflictos
que en resolver las tramas. Pues bien, frente a esto uno también podría pensar
que en realidad no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo darles un cierre a las
historias sin que eso implique que pierdan peso o espesura los temas. Pero
parecería que es más sofisticado decir que lo que se busca es perturbar al
espectador, plantear preguntas más que respuestas. Lo cierto es que puede
hacerse todo eso y aun asi, encontrarle finales a las historias, finales que se
ocupen de atar los cabos sueltos de la trama; la tarea más compleja a la que se
enfrenta cualquier narrador (ya sea cineasta o escritor) y la que más se elude
en el cine independiente actual.
Haneke, quizás,
debería animarse a traspasar ese “ascetismo intramundano” que caracteriza a sus
películas y ponerles un poco de pasión, de fuerza vital, aun cuando su mirada
se siga depositando en las mismas miserias del alma humana, y aun también
cuando acierta a convertir la cinta blanca en una ingeniosa y triste metáfora
de la cruz esvástica y de la estrella de David que tanto unos como otros
portaron (en el segundo caso, “debieron” portar) en brazaletes durante cierta
etapa negra de la Historia.
4 comentarios:
Muy bueno , como de costumbre
Siempre me inyectas ganas de leer o ,en este caso, de mirar la película .
Apareció al principio de la reseña el nombre de Weber y ya mi mente iba barruntando un adjetivo, hasta que por fin el propio texto también lo pronunció: "reduccionista" (excesivo reduccionismo, me parece, después de haber leído todo el texto: ¿cómo explicar el auge del nazismo en la Alemania de los años 30, sin tener en cuenta las consecuencias del Tratado de Versalles?). Y seguí rumiando aún otro adjetivo más que, si bien no apareció en la reseña, sí quedó sobradamente explicado: "maniqueo". Esa contumacia en perfilar a los malos muy malos y a los buenos como salvadores...
Y son estos ingredientes los que me hacen muy fatigosa la tarea de sumergirme en una película. A fin de cuentas, de todo ello solo puede derivarse una actitud casi propagandista por parte del director. Y aunque el cine de propaganda también haya dejado (en raras excepciones) alguna obra extraordinaria, no me resulta atractivo a priori.
Concuerdo contigo en esa insistencia del cine independiente actual de dejar todo en el aire, como si fuera una virtud deseable y que hay que perseguir a toda costa: ¡nada de finales cerrados! Bien, vale, me parece perfecto conceder al espectador la oportunidad de intervenir resolviendo por su cuenta la trama, pero es algo que también hay que saber hacer, igual que Rodin con sus esculturas, y que no quede la sensación de haber presenciado un documental o algo por el estilo, cuando no es el caso.
Como siempre, me ha gustado muchísimo leer tu reseña.
besos
Raindrop:
Me alegra coincidir contigo respecto de esa tendencia del cine independiente de desdeñar las narraciones clásicas en donde el final es una consecuencia natural de la trama y no un salto hacia el vacío de los títulos.
Me da a que es más fácil hacerse los "difíciles" y decir que es un guiño al espectador para que complete la idea, a reconocer las dificultades que presenta el ejercicio de narrar.
Y ahí van todos los "intelectuales" detrás, llevados por el snobismo de creer que están viendo una obra "seria" sólo porque tiene un final abierto. Horrorizados ellos por el cine de Hollywood que trabaja con los géneros.
Valoro mucho tus opiniones.
besos
Gracias, Salem!
Me alegra inyectarte las ganas.
Beso grande
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