martes, 6 de septiembre de 2011

Una educación sentimental

                                    A Tomi, mi enfant terrible
"Las películas te producen un efecto determinado cuando eres joven..., te ofrecen una experiencia imaginativa que es difícil de recuperar cuando eres mayor. Te las tragas de un modo del que más tarde ya no eres capaz". Cineclub. David Gilmour


Cuando tomé la decisión de abrir este blog lo hice con la convicción de que necesitaba un espacio propio (antes compartía la web www.leercine.com.ar) en donde los libros –y no el cine– ocuparan el sitio central. Venía de varios años dedicados a la escritura cinematográfica, intercalada también con la literaria, pero principalmente dedicada a la primera. Pese a ello, se me han “escapado” algunas películas en lo que va del trayecto. Es que esto de recomendar libros no es tarea sencilla. El tiempo que insume la lectura supera con creces el que demanda mirar un film, con la posibilidad, incluso, de que luego de días y semanas dedicadas a la bella tarea, el libro termine por pasar de largo sin pena ni gloria. 

Desde el último post a la fecha, he tenido en mis manos varios títulos. Algunos me han gustado y me había propuesto comentarlos  (El fin de semana y Argentinismos), pero el no haberme dispuesto a hacerlo cuando aún resonaban en mi cabeza las ideas que sus lecturas me concatenaron, hizo que el interés pasara de mí. Y si algo me propuse con este blog es escribir desde el entusiasmo, desde ese estado de excitación desbordante que ciertas lecturas logran producirme y me animan, casi como en una partida de abalorios, a multiplicar inspiraciones: la del autor del libro, la mía al escribir sobre el mismo, la de los seguidores del blog que se decidan a leerlo y todas las derivaciones que surjan de ello.

En esta oportunidad, tampoco voy a comentar las lecturas que me ocupan en estas semanas (Recuerdos de un callejón sin salida y Elecciones primarias), pues estaría faltando a la segunda premisa del blog (escribir desde el entusiasmo), voy, en cambio, a recomendar un libro –casualmente, sobre películas– que leí dos años atrás y al que llegué por azar mientras buscaba alguna punta para desarmar el ovillo de un asunto que me aquejaba por aquella época y que me ronda de nuevo por estos días. Aclaro que no es un libro de autoayuda, pese a que su lectura pueda llegar a esclarecer o a llevar consuelo a los espíritus afligidos de algunos padres, en cuyo caso estaríamos en presencia –una vez más– de una de las tantas consecuencias “colaterales” de la buena literatura.



Cineclub es una novela autobiográfica, escrita por el crítico de cine y escritor canadiense David Gilmour (con quien me unen dos oficios y un problema). Gilmour tiene un hijo, Jesse, al que durante su adolescencia no le gustaba estudiar, mejor dicho, no se sentía a gusto con el tipo de educación que se imparte en los colegios secundarios. Su padre, preocupado porque lo veía naufragar en esas aguas caldeadas en las que la impiadosa adolescencia a veces sumerge a sus criaturas, toma la decisión de ofrecerle a su hijo un camino lateral, una vía alternativa al sistema antes de dejar que el sistema termine por engullirlo dentro de sus fauces. Gilmour le ofrece a Jesse dejar el colegio bajo dos condiciones sine qua non: mantenerse fuera del ambiente de las drogas y compartir con él una sesión de cine y reflexión tres veces a la semana. Jesse acepta, y comienza de esta manera un proceso no convencional de educación que se va  a desarrollar sobre la base del afecto y el afianzamiento de la relación que los une. Gilmour va seleccionando las películas con meticuloso cuidado, su “experimento” educativo no está exento de dudas; por momentos, teme pecar de irresponsable a la vez que es consciente de que a su hijo solo lo ayudará su puesta en movimiento aun con los desaciertos que en ella aniden. 
Y es aquí, en este “hacer”, que a vuelo de pájaro y para los cánones convencionales puede parecer ingenuo, en donde reside el principio de salvación para ese joven al que el sistema no le muestra alternativas viables. El universo que Gilmour le ofrece a Jesse, allí a donde lo invita a meter sus narices y espiar, no es solamente el del cine, es también el propio, el de sus pocas certezas adquiridas, el de su experiencia, el de sus aciertos y el de sus errores. Ese padre, que cada tarde se sienta con su hijo a ver Los cuatrocientos golpes de Francois Truffaut, Tener o No Tener de Howard Haws, Más corazón que odio de John Ford, Crímenes y Pecados de Woody Allen, Tuyo es mi corazón de Alfred Hitchcock o ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, entre muchísimas otras obras maestras, le está prestando a su hijo  -apenas por un rato- la lente con la que él mismo observa el mundo como mecanismo para que su hijo pueda construir una lente propia. Nada más y nada menos.



A contrario de lo que pueda pensar cualquiera que se enrole en los preceptos comme il faut que el sistema prevé que pensemos, Gilmour no solo consigue interesar a su hijo por algo más que el rock, las chicas y el vino, sino que también logra invertir el signo de la ecuación y Jesse, luego de un año, decide retomar su educación convencional. Ese tiempo que medió entre el abandono y la vuelta al colegio no fue tiempo perdido, sino recobrado. Fue un extra ganado a la vida por un padre que se atrevió a desandar preconceptos, a romper con una mirada oblicua y  a transitar de la mano de su hijo por un camino no hecho. Menudo trabajo el de salir a cavar surcos en territorio virgen. Asumo que la felicidad de un hijo bien vale los riesgos. Cineclub es el registro de esas osadas e intuitivas pisadas.

David Gilmour escribió un libro, después de la publicación de esta novela, que recibió el premio más importante de literatura en su país. Jesse terminó el secundario y luego estudió la carrera de cine en la Universidad de Toronto. Hoy se pasea por las aulas de una escuela de cine en Praga gracias a la beca obtenida con su primer guión (y a la educación sentimental que supo impartirle su padre). 






www.leercine.com.ar