lunes, 21 de noviembre de 2011

La (re) búsqueda de la felicidad



"El hallazgo de un objeto es en realidad su redescumbrimiento". S. Freud

Para comentar la última  novela de la norteamericana Siri Hustvedt, El verano sin hombres, necesito hablar de cine. Me permito entonces esta pequeña digresión, ya se entenderá el porqué.

Hubo una época en que yo estaba convencida de que las buenas películas se podían distinguir a priori por el sello de su lugar de origen. Europa era la marca que señalaba el material de culto a diferencia de todo aquél que provenía de Hollywood, que inmediatamente era calificado de mero entretenimiento de feria, en especial si se insertaba en el género de la comedia. Mi apreciación, falaz y oblicua, no era el resultado de una minuciosa elaboración propia, sino el prejuicio formado e inducido por años de lecturas academicistas y conversaciones en círculos que fijaban (y fijan) ciertos parámetros de intelectualidad de muy corto alcance. Algunas enseñanzas posteriores y la posibilidad de abrir mi mente (una actividad que, a contrario de lo que se piensa, es más propia de la edad adulta que de la juventud) a experiencias cinéfilas sin valoraciones inducidas me brindaron la oportunidad de contrastar ese prejuicio con una serie de películas que destilan tanta o más inteligencia que aquellas cuya meta explícita es la de impresionar al espectador con el tratamiento “serio” de temas “importantes”.

Dicen que la comedia es el resultado de imprimirle la variable “tiempo” a la tragedia. Yo le agregaría una más: “distancia”.  Una ecuación que solo los grandes artistas saben despejar bien. Los directores del cine clásico de Hollywood comprendieron este proceso y se dedicaron a filmar, entre los años 30 y 40, un conjunto de películas (screwball comedies) que hacían foco en el matrimonio. Son historias de parejas que, luego de atravesar la instancia de la separación o el divorcio, deciden recomponer la vida en común pero a partir de un lugar distinto. El impulso de la trama es conseguir que la pareja se (re)una, que se una otra vez. El tono es el propio de la comedia de enredos y bajo su aparente superficialidad subyace un universo de gran complejidad, lleno de matices. Este reencuentro de la pareja no se da de manera solemne, no requiere de certezas ni promesas eternas, no se plantea el amor como un estado ideal que puede sustraerse de una realidad contrariada por naturaleza. El sentido de estas comedias es desacralizar el matrimonio sin necesidad de menospreciarlo o invalidarlo, sino simplemente revistiéndolo de humanismo y de autoconciencia. No hay en estas películas bodas, padrinos ni testigos, se confía en que la pareja encuentra la felicidad sola, improvisando un mundo íntimo más allá de las ceremonias. “No se trata de empezar de cero, sino de empezar de nuevo, de retomar el hilo… Los protagonistas aceptan la percepción soterrada de que el matrimonio requiere su propia prueba, de que nada puede demostrar su validez desde fuera; y su comicidad consiste en sus tentativas de entender, quizá de subvertir, de librarse de la necesidad del salto inicial, de pasar directamente a un estado de reafirmación”. Algo así como aprender a “hacer la vista gorda” para poder seguir adelante, pero con plena conciencia de ello, claro.
La cita corresponde a las palabras del filósofo y catedrático norteamericano Stanley Cavell, quien dedicó un libro (La búsqueda de la felicidad, editorial Paidós) y varias conferencias al estudio de este género cinematográfico.


Siri Hustvedt, que ha visto varias screwball comedies y leído a Cavell, elige pararse en este lugar para desarrollar desde allí su relato. A diferencia de sus novelas anteriores, acá no prima la tragedia aun cuando la historia posee ribetes indudablemente dramáticos. Husvedt toma, al narrar, una decisión que no es solo estética, sino también ética. Ante la pregunta: ¿de qué manera contar la historia de una mujer (Mia) en sus cincuenta que recién sale de un psiquiátrico en donde debió ser internada como consecuencia de la crisis que le produjo el abandono de su marido (Boris) por una mujer más joven?, la respuesta de la escritora es –en total concordancia con su personaje– con humor, con distancia, con autoconciencia. Cualquier otro escritor poco avezado tomaría el camino más corto, el de la tragedia, porque eso es lo que se ciñe sobre el personaje. Pararse frente a un drama y reírse de él sin caer en la burla ni en el humor negro, requiere de inteligencia; hacerlo, además, desde un género que es privativo del cine implica dominar las reglas de un lenguaje ajeno al literario para poder transpolarlo.
Hustvedt lo sabe y no lo esconde, muestra las armas con las que sale al ruedo desde el principio. La novela está plagada de estas señales. La cita inicial es un extracto de un diálogo de la película La pícara puritana, de Leo McCarey; los personajes entran al cine a ver una proyección de otra screwball comedyLo que sucedió aquella noche, de Frank Capra; el apodo con el que la protagonista decide nombrar a la nueva novia de su ex es “Pausa”; en varios capítulos hay pequeños inserts de dibujos a modo de story board; el capítulo final termina con un cartel que reza “Fundido en negro”. Y así como en las películas de screwball comedy, aquí también hay guiños autoconscientes hacia el espectador, Hustvedt juega a confundir por momentos al personaje –que narra en primera persona– con la propia escritora, algunos puntos en común con su vida privada se pueden descubrir como intencionales, hay una cita incluso a su propio marido (el escritor Paul Auster) al hablar de “suena la música del azar, como lo ha expresado un eminente novelista norteamericano”. Pero el universo intelectual que atraviesa este relato no solo remite al cine, hay referencias cruzadas a la filosofía, a la literatura, al psicoanálisis, hasta a la anatomía del clítoris.
Si se piensa que el cine es la sumatoria de movimiento más tiempo, se comprende entonces que la autora haya elegido insertar su novela dentro de un género que es netamente fílmico (si bien se rastrea su origen en la comedia romántica shakesperiana), pues ¿qué otra cosa se necesita sino tiempo para poder reírse de una situación dramática (y para perdonar  a un cónyuge infiel)? 

El verano sin hombres es una novela con un final previsible, como lo son todas las screwball comedies. El lector sabe desde el comienzo que los personajes van a volver a estar juntos, que Boris va a terminar con la “Pausa” que le puso a su vida con Mia y Mia va a aceptar las torpes disculpas de Boris no sin antes montar la escena de esposa despechada que quiere que la seduzcan. Sin embargo, ello no impide disfrutar del proceso de un movimiento que se percibe como lineal pero no lo es, por el contrario, se pliega sobre sí mismo antes de volver a surgir, porque en definitiva de lo que se trata no es de corregir un error, sino de cambiar la perspectiva sobre la experiencia. Porque tal como señaló Hegel: los hechos y los personajes de la historia ocurren dos veces, a lo que Marx agregó: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa.
  De aprender a reírnos en la segunda va la cuestión.



viernes, 18 de noviembre de 2011

To be or no to be


Hoy hablé con alguien que me dijo, textual: "En los blogs, si no estás escribiendo todo el tiempo, no te lee nadie, no existís".
“Ja ja –me reí para mis adentros– éste me habla tan a la ligera porque no sabe que tengo un blog”.

Volví a mi casa con esa frase taladrándome la cabeza como una guillotina presta a caer sobre mi cuello, intenté terminar la nota que estoy escribiendo desde hace dos días sobre el último libro de Siri Hustvedt, pero no pude. Es un hecho. La escritura es para mí un ritual que necesita su tiempo de maduración. La velocidad, la urgencia no se llevan bien con las palabras y los pensamientos. No creo que uno deba lanzarse a decir cualquier cosa simplemente porque los medios actuales, como los blogs, lo permiten.  Abogo por una escritura responsable, reflexiva, creativa y disparadora de ideas. Que hable quien tenga algo interesante para decir y sino que calle.    

Dicho esto, me voy a la presentación de la novela del escritor Eduardo Berti, galardonada con el premio Planeta 2011, El país imaginado.

Y le hago “oleee” a quien hoy me lanzó su apocalíptica sentencia.


viernes, 11 de noviembre de 2011

La narración como conjuro



Este post es consecuencia de dos hechos inconexos, dos simples acontecimientos que decidí ligar por esas extrañas asociaciones con las que a veces nos sorprende nuestra mente. Sepan disculpar si adolece de cierta incongruencia manifiesta, mera deudora de mis caprichos.

Esta mañana escuché en la radio a un periodista que hablaba, a raíz de una nota publicada en el diario, acerca de la pobreza de lenguaje que impera en ciertos sectores de la Argentina, sobre todo en determinados grupos etarios y de nivel socioeconómico. En concreto se refirió a un estudio reciente que arrojó el dramático resultado de que algunos jóvenes que habitan en las zonas más carenciadas del conurbano bonaerense poseen un vocabulario tan escaso y un intelecto tan poco desarrollado que su facultad de comunicación goza del mismo alcance que la que se produce cuando dos hormigas chocan sus antenas. El periodista manifestaba su preocupación, que es la mía también, por el futuro de una sociedad con una capacidad de expresión por demás acotada. 
Frente a una realidad tan plagada de matices, la imposibilidad de contar con elementos que nos ayuden a pensarla echa un diagnóstico muy oscuro y penoso. 

Con estas ideas rondándome la cabeza llegué a mi estudio, encendí la computadora y me encontré con que mi amigo Álvaro comentaba en su muro del Facebook que había terminado la lectura de El legado del Rey Tsongor, de Laurent Gaudé, escritor y dramaturgo francés, ganador del prestigioso premio Goncourt. Recordé entonces que su novela posterior, El sol de los Scorta, escrita con ese tinte épico-mítico en el que su prosa se mueve tan ligera, abrevaba de ese tema: el lenguaje como vehículo para transmitir entre generaciones las claves que nos ayudan a comprender tanto nuestra historia familiar como la de los procesos históricos, tanto los misterios del vasto universo como la miríada de sensaciones que nos invaden en el simple roce con el Otro. La palabra como productora de sentido, el único conjuro contra tanto silencio. 

Aquí entonces la nota que escribí hace un tiempo sobre El sol de los Scorta.


"El hombre no es una cosa, sino un drama, un acto... La vida es un gerundio, no un participio... El hombre no tiene naturaleza, tiene historia". J. Ortega y Gasset.

Los mitos, cualquiera sea su origen, son relatos fundacionales, historias que hemos necesitado inventar para dotar de algún sentido a la existencia, para entender las (sin)razones por las que estamos aquí y, a la vez, paliar la angustia que produce la certeza de que un día ya no estaremos. Pequeños esbozos de verdades, productores de sentido, el anclaje de todas las historias que se han narrado desde que el hombre elaboró un sistema de signos para comunicarse y para poder contarse su propia historia como condición necesaria para entenderla.
En tiempos en que la literatura muchas veces naufraga a la deriva, aferrada a las plumas de algunos escritores que reniegan de la idea de que las narraciones deban o puedan poseer un sentido y que se entregan a escrituras cuyo status no debiera pasar del ámbito personal y experimental, el novelista y dramaturgo francés Laurent Gaudé opta por una vuelta al origen de todos los relatos, el mito. A sabiendas de que en ese espacio ficcional anidan agazapadas muchas respuestas a los grandes interrogantes de la humanidad, Gaudé apuesta a esa doble construcción de sentido, y concibe entonces un pequeño universo cuyo relieve se palpa tanto en el anverso como en el reverso. 

Vertebrada por una prosa amena y que destila calidez en cada una de las imágenes que evoca, El sol de los Scorta es una novela cuya historia si bien se inscribe en los tiempos que van de finales del s. XIX a mediados del s. XX posee, sin embargo, esa atemporalidad tan propia de las tragedias griegas o shakespereanas en las cuales el destino no es más que una cadena de acontecimientos puestos en movimiento por el simple batir de las alas de una mariposa y sobre el cual los hombres poco dominio pueden ejercer. Un pequeño pueblo imaginario, ubicado en el sur de Italia y que moja sus cimientos en las playas del mar Adriático, es el escenario elegido por Gaudé para situar la saga de la familia Scorta. Allí echa a andar a sus criaturas bajo un sol cansino que tuerce sus espaldas como el peso del error que los concibió. Así como en tantos otros relatos mitológicos, la confluencia estelar al momento de la concepción de esta estirpe familiar no es la más apta para propiciar un linaje de hombres y mujeres honestos y con un futuro promisorio, sino que responde a esa suerte de eventualidad maldita que los dioses a veces propinan como una baraja mal dada. Signado por esas fatuas condiciones y preso del odio acumulado durante varios años de condena, el legendario malhechor Luciano Mascalzone regresa al pueblo decidido a tomar por la fuerza a la mujer de sus sueños, pero no advierte –en su afán ciego de venganza– que un error lo lleva a poseer a la hermana y a engendrar con ella a un joven, Rocco Scorta Mascalzone, que cargará con la ignominia y la transmitirá a su estirpe como un gen maldito. A partir de allí se desencadenan toda una serie de fatalidades que Gaudé hila con la precisión premonitoria de una pitonisa. Es así como ese hijo “mal parido”, una vez adulto, toma de prepo a una mujer muda como esposa y juntos conciben una descendencia de cuatro hermanos que deben luchar para sobrevivir frente a un destino que parece poco dispuesto a los cambios. Pero como en todos los mitos, la desgracia lleva consigo el conjuro para su propia absolución. Para esta familia la salvación, la posibilidad de birlar a la providencia está en el uso que puedan hacer de la palabra, la palabra como una llave que destraba obturaciones, que encuentra salidas y genera sentidos nuevos.

“Hablar una vez. Para dar un consejo, para transmitir lo que se sabe. Hablar. Para no ser simples animales que viven y mueren bajo el silencio del sol”, les pide un día Raffaele Scorta a sus hermanos, sobrinos e hijos. Y así lo cumplen. Pues sólo quienes pueden hacer uso de la palabra y poseen la gracia de transmitirla logran vencer en este fatídico teatro de marionetas. Lo mismo que hace el autor con su novela, posar su cándida prosas  sobre unas imágenes meticulosamente construidas para, con el eco de éstas, echar luz sobre la historia. Gaudé escribe porque tiene algo para decir, algo para contar, algo para legar. Y no le escatima al lector la posibilidad de que éste descubra un sentido, ni le importa si es el mismo que él ha querido significar. Su escritura es, pues, amable, resonante, generosa; busca transmitir la íntima convicción de que la palabra, dicha o escrita, posee el mismo poder para mover montañas que el simple aleteo de una mariposa. Y la misma fuerza para torcer el calvario de un destino muchas veces necio.







jueves, 3 de noviembre de 2011

De ética, espíritus y relatos ascetas




Mientras sigo buscando algún libro interesante para recomendar, dentro de las pocas novedades que encuentro en los estantes de las librerías gracias a la política comercial de nuestro gobierno que mantiene suspendido el ingreso de libros impresos fuera del país, subo esta nota que escribí sobre la película La cinta blanca, de Michael Haneke. 


A principios de s.XX, el economista y sociólogo alemán Max Weber escribió unos ensayos que se publicaron durante dos años en una de las revistas más prestigiosas de Alemania y luego, en forma de libro, con el título: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El autor planteaba allí una tesis que se convertiría en una de las teorías que más polémicas ha desatado en el ámbito de las ciencias sociales sobre la relación entre la ética del protestantismo y el espíritu del sistema capitalista. Como consecuencia de las excesivas reediciones y traducciones de los textos, los detractores de la teoría weberiana vieron en la misma un intento por refutar la teoría marxista del materialismo histórico. Una interpretación que estaba lejos de la intención de Weber, quien no pensó su tesis –que concibe una visión causal idealista de la historia y la cultura–, como la refutación de la teoría materialista que argüía su compatriota Karl Marx, sino como una vertiente más en el arduo y complejo proceso de pensar los procesos históricos.

A grandes rasgos, lo que Weber había observado y aquello que lo llevó a escribir sus ensayos fue que la ética de la religiosidad protestante (principalmente en sus líneas calvinista y luterana) había contribuido a la expansión del capitalismo por cierta afinidad con su “espíritu”. Cabe aclarar que Weber no consideró que el capitalismo fuera la consecuencia necesaria del protestantismo, sino que ambos estaban imbricados por una mera “afinidad electiva”. O sea que lo que Weber halló en la ética de la religión protestante fue una condición ideológica propicia para que el capitalismo evolucionara de la forma que lo hizo, pues el ascetismo intramundano y la santificación del trabajo, dos principios básicos de dicha corriente religiosa, que conjugados con otras variables –como la económica, por ejemplo– propiciaron en determinado momento histórico las condiciones para el desarrollo del capitalismo moderno.


Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco (aunque nacido en Alemania), que cuenta en su haber con los más altos galardones del cine europeo y con el beneplácito de la crítica especializada, intenta en su última película, La cinta blanca, demostrar su versión de la tesis weberiana al pintar el fresco de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial.
Filmada en un depurado blanco y negro, cuya estética no puede dejar de compararse con la de Dreyer (con la salvedad de que en este caso fue rodada en color y luego, en postproducción, convertida), con una cámara que casi no se mueve en pos de escrutar cada mínimo gesto de los personajes o de remarcar su ausencia en el plano, con una banda de sonido sin estridencia alguna, como si con la sordidez de ese mundo visual monocromático bastara para generar la inquietud que se busca producir, La cinta blanca intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regimenes políticos más nefastos y oprobiosos de los que la historia de la humanidad puede dar cuenta. Sin embargo, no son tan claros los aciertos, pues, así como los detractores de Weber creyeron ver en su visión idealista de la historia la refutación de la teoría materialista, Haneke peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones que se pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo horror, y deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas del nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que este tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la Alemania de la Segunda Guerra (el caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien, en cientos de comunidades actuales en donde la educación y la religión siguen funcionando con una doble moral, en base a una culpa fundacional que gobierna todas y cada una de las acciones y un alto grado de perversidad e hipocresía (las noticias diarias sobre los curas adictos a la pedofilia es apenas la punta del iceberg de creencias y estructuras religiosas que se hunden en el anacronismo, la falta de ética y la detentación de un poder enfermo y maquiavélico).
Haneke inclina la balanza, al juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi, por la ideología que sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo religioso, y desdeña el gran factor económico, producto de la nada despreciable derrota del Imperio alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la Primera Guerra Mundial. La Historia es más compleja de lo que parece.
El relato de La cinta blanca está construido en base a cuatro personajes, tres de los cuales son parte de un mismo lado de la moneda y el cuarto es su reverso. El médico, el pastor y el dueño de la estancia en donde se emplean todos los habitantes del pueblo son los arquetipos del mal, los modelos de los que la película se sirve para mostrar la doble moral, la falta de ética y de escrúpulos, la severidad educativa y religiosa, la represión sexual y la carencia de ella, la hipocresía, y la explotación feudal que imperaban en esa comunidad, modelos que a su vez son los que tallarán el espíritu de esos niños –pequeños perversos polimorfos–, la generación venidera. El cuarto personaje, el maestro del pueblo, que es quien nos conduce por el relato con su voz en off, cumple la función de marcar los buenos valores, la senda correcta de la que la sociedad terminará por apartarse con la intensidad de una caída por un barranco.

El ascetismo que Haneke le carga a la puesta en escena y a toda la dimensión del relato es afín a ese ascetismo que caracteriza al dogma protestante, una decisión que si bien está en concordancia con el tema, le quita la posibilidad a la película de generar algún tipo de emoción o empatía, por el contrario, el distanciamiento es total, no sólo respecto de los personajes, sino también respecto de la historia e, incluso, del drama o de la visión nefasta que plantea sobre la sociedad que se retrata. Viniendo de cualquier otro director, uno podría imaginar que éste es un recurso estilístico, una elección estética en sintonía con el tema al que la película alude, sin embargo, tratándose de Haneke, ésta parecería que es la única manera en que puede filmar, ya que el mismo efecto (por defecto) producen sus films anteriores La profesora de piano (The Pianist, 2001), Escondido (Caché, 2005) o Juegos Perversos (Funny Games, 1997). Michael Haneke se parece más a un sociólogo que a un realizador cinematográfico, busca hacer cuadros de situación, pequeñas e insidiosas disecciones de temas sin llegar a producir emoción, aunque sí cierta sensación de repugnancia o rechazo por todo aquello que sus imágenes sugieren. Pero con ello no alcanza, sobre todo porque además sus películas dejan sin resolver –en la mayoría de los casos– la poca intriga que sus tramas generan. Algunos podrían decir –de hecho el propio director lo ha declarado así en más de una oportunidad– que está más interesado en plantear los conflictos que en resolver las tramas. Pues bien, frente a esto uno también podría pensar que en realidad no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo darles un cierre a las historias sin que eso implique que pierdan peso o espesura los temas. Pero parecería que es más sofisticado decir que lo que se busca es perturbar al espectador, plantear preguntas más que respuestas. Lo cierto es que puede hacerse todo eso y aun asi, encontrarle finales a las historias, finales que se ocupen de atar los cabos sueltos de la trama; la tarea más compleja a la que se enfrenta cualquier narrador (ya sea cineasta o escritor) y la que más se elude en el cine independiente actual.

Haneke, quizás, debería animarse a traspasar ese “ascetismo intramundano” que caracteriza a sus películas y ponerles un poco de pasión, de fuerza vital, aun cuando su mirada se siga depositando en las mismas miserias del alma humana, y aun también cuando acierta a convertir la cinta blanca en una ingeniosa y triste metáfora de la cruz esvástica y de la estrella de David que tanto unos como otros portaron (en el segundo caso, “debieron” portar) en brazaletes durante cierta etapa negra de la Historia.






lunes, 24 de octubre de 2011

Crónicas marcianas ^^





Quiero expresar mi preocupación por la política comercial que el gobierno de la Argentina está adoptando en relación a ciertos ámbitos de la cultura, como es el caso de los libros.
Se ha prohibido la importación de los mismos con el argumento de defender la industria nacional.
A continuación una explicación detallada de los hechos, que he extraído del sitio 





#liberenloslibros
Publicado el octubre 22, 2011
No soy el editor de una revista que va a quebrar.
Tampoco estoy en contra del gobierno, ni estoy 100% a favor.
Algunas cosas están bien, otras están mal.
El bloqueo a los libros está mal.
¿Por qué?
Porque no es una medida que pretenda fomentar la industria nacional. Lo único que pretende es solucionar un tema de divisas. La persona que está detrás del bloqueo no acepta ni promueve ningún diálogo para planificar un crecimiento en la industria gráfica nacional. Lo único que busca es que se exporte. Lo que sea. Ropa, comida, lo que sea.
¿Pero por qué?
Porque el bloqueo es una acción inmediata, con resultados inmediatos. Es el beneficio de la violencia. Pocas cosas la superan en rapidez.
Un plan para incentivar la industria gráfica y la industria editorial lleva tiempo, e implica conocer el mercado editorial.
¿Qué particularidad tiene el mercado editorial?
Estas son algunas:
-Que la importación es algo inherente. No todos los libros tienen un mercado tan grande como para poder hacer una tirada de 2.000 ejemplares. Muchos libros se traen de a pocas cantidades por vez, a medida que se van vendiendo. ¿Entonces eso quiere decir que esos “pocos” libros no importa que falten? No. Los libreros lo saben muy bien. El grueso de la venta de una librería no es el bestseller. Es el “catálogo”. Esto es: se venden más libros de a un ejemplar, sumándolos todos, que lo que venden las novedades del momento.
-Que no es tan sencillo editar e imprimir un libro acá. Hay cuestiones de derechos y de contratos que hay que negociar previamente. Además no todas las editoriales están instaladas en el país.
-Lo mismo para exportar. Son negociaciones que llevan tiempo y dependen de una capacidad de industria gráfica competitiva.
-Además no todos los libros pueden ser exportados. Muchas temáticas son locales y no interesan en el exterior. Casualmente, hoy en día, estos son los libros que tienen tiradas más grandes.
¿Pero qué es esa diferencia entre industria gráfica e industria editorial?
Resumiéndolo mucho sería así. El autor no escribe un libro. El autor escribe un “manuscrito”. Es el editor el que lo convierte en un libro. ¿Qué quiere decir esto? Que lo que se entiende por “libro” es el “manuscrito” más todo el trabajo que le pone encima el editor: corrección, pertenencia a un catálogo, diseño de tapas, traducción, etc…
Entonces la industria gráfica lo que hace es crear un objeto físico, el libro, al que el editor dotó de carga simbólica. Por supuesto, todo arranca con el manuscrito, con el autor.
¿Entonces fomentar el crecimiento de la industria gráfica…?
Ayudaría a que la industria editorial tenga más herramientas para negociar contratos y ediciones nacionales. Pero para eso hay que poder imprimir en el país.
¿Y por qué no se imprime todo acá?
Porque al ser más barato imprimir afuera la industria gráfica nacional no está tan desarrollada. Por ejemplo hoy no se pueden imprimir libros de tapa dura, o de papel ilustración, o de distintos formatos. Se “editan” acá, pero se mandan a imprimir a otros países.
Falta papel, faltan máquinas, falta en definitiva un plan que la haga crecer. Que la haga más competitiva y permita exportar a un precio que los demás países estén interesados en comprar. Y eso lleva años.
Imprimir en el país siempre implica grandes tiradas y ya dijimos que no todos los libros tienen un mercado tan masivo.
¿Y por qué nadie habla del bloqueo? ¿Por qué lo poco que leí es que era una medida para fomentar la industria nacional?
Por la misma arbitrariedad con que se detuvieron todos los libros y no permiten sacarlos de la aduana. Importar libros es legal y todos los libros retenidos cumplen con los requisitos y papeles en regla. Y sin embargo no permiten sacarlos. ¿Amparados en alguna ley? No. Justamente. Cuando alguien tiene el poder para hacer algo así, tiene el poder para hacer muchas más cosas. Por ejemplo que nadie hable del tema.
O por ejemplo permitir que una revista sea liberada porque la movida que se generó en internet molestaba. Se bloquean a dedo y se liberan a dedo.
¿Pero, entonces, los editores quieren o no quieren imprimir acá?
Por supuesto que quieren, y estarían dispuestos a dialogar para armar un plan en conjunto, que llevará unos años, para que crezca la industria nacional.
Pero repito, detrás del bloqueo no hay un interés en que se imprima en la Argentina. Lo único que se busca es nivelar la balanza de las importaciones y exportaciones. Pretenden que se exporte la misma cantidad de libros que se importan. Perdón, en realidad no se pretende que se exporten libros, puede ser cualquier cosa, mientras la relación sea uno a uno.
Para terminar:
Este texto está escrito para que entiendan lo complejo de la situación. Es apenas un acercamiento a un tema que necesita mucho más desarrollo. Lo importante es que entiendan que el bloqueo a los libros no es nada bueno y no soluciona nada de fondo. Y que la decisión que esto continúe no está solo en las manos del gobierno. Hagan circular este escrito. Hagan circular #liberenloslibros.
J.C. Mardrus



http://liberenloslibros.wordpress.com/2011/10/22/liberenloslibros/


jueves, 13 de octubre de 2011

Lost Highway


"El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él". Charles D' Orléans
No pude evitar citar en esta nota la misma frase que el francés Michel Houellebecq cita en el comienzo de su último libro, El mapa y el territorio. No pude evitar transcribirla, pues me parece que resume en gran medida el espíritu de su autor, de esta novela y, me aventuro a afirmar que, también, del malestar que recorre nuestra época. El hastío de Charles D’ Orleans posiblemente respondiera al encierro al que se vio sometido durante veinticinco años bajo los muros de la Torre de Londres por orden de Enrique V, quien lo tomó cautivo luego de vencer a los franceses en una de las batallas más importantes de la Guerra de los Cien Años. El hastío del que  Houellebecq da cuenta en toda su obra, y en esta novela en particular, es deudor también de un encierro, pero no por la disputa de un territorio, sino como consecuencia de una cartografía.

Michel Houellebeq no es un escritor para espíritus templados. La lectura de sus libros suele agitar pasiones encontradas entre quienes creen hallar en el filo de su pluma el corte sutil y preciso de alguien que disecciona el mundo a su paso, y quienes consideran que nada resuena detrás de sus palabras, apenas el eco de un grito lanzado al vacío y con el único propósito de impresionar a la platea. Es difícil mantenerse en terreno neutral frente a su narrativa. Yo no he podido hacerlo ni antes ni después de la lectura de este libro. Especie de bisagra que me hizo abandonar de plano las huestes de sus más feroces detractores y arrepentirme de la ligereza con la que cedí mi lugar cuando, hace unos años atrás, fui invitada a una conferencia suya en la Alianza Francesa de Buenos Aires.

¿Pero qué fue lo que medió entre Las partículas elementales –la novela que lo consagró al éxito– y El mapa y el territorio para que se operara en mí un pasaje tan abrupto?
La respuesta, podría decirse, es casi una cuestión de fe. Esta vez le he creído. Quizás porque algo de autenticidad recorre las páginas de su último libro alejándolo de la mera provocación y acercándolo a la mirada melancólica de un visionario más que a la aridez de la de un cínico. En sus novelas anteriores, Houellebecq solo trazaba mapas. En ésta no solo los traza, sino que él mismo se erige en territorio. Se expone a la exploración, deja que se inscriban en él los síntomas, los hace carne, despedaza con la pluma su propio cuerpo. Alcanza el máximo grado de compromiso al que puede llegar un artista, se convierte en la obra.
Houellebecq es un escritor que molesta, su narrativa es inquietante porque se atreve a desnudar el cuerpo de una sociedad en descomposición y a emitir diagnósticos por demás perturbadores sobre el porvenir del ser humano. Es un verdadero sintomatólogo del presente, alguien con la astucia necesaria para saber en dónde presionar los puntos neurálgicos de los males que nos aquejan.



 La novela está formalmente dividida en tres partes, pero su trama se desarrolla en dos. La primera narra la evolución de la carrera artística de Jed Martin, alter ego de Houellebecq, quien se relaciona con el famoso escritor “Michel Houellebecq” para que éste escriba el prólogo del catálogo de su próxima muestra de pinturas. La segunda parte tiene el formato de una novela policial y se adentra en la investigación de un crimen del que Martin será una pieza clave para su resolución. En principio pareciera que ambas partes no guardan debida conexión entre sí, sin embargo, es interesante descubrir la forma en que Houellebecq va imprimiendo el mapa de la novela por sobre el mapa de la sociedad post Revolución Industrial, consciente de que la cartografía del presente ya no pasa por el relevamiento del simple registro de las cosas y de que lo virtual se ha ceñido sobre el mundo moderno, de manera que ese registro original se ha tornado imposible más allá de su imposibilidad intrínseca, esa que nos impedía asir la realidad del todo. Houellebecq nos demuestra que en este proceso hemos dejado de percibir el territorio tal como es (o tal como alcanzábamos a verlo) y, a cambio, hemos trazado una infinidad de mapas dispersos, superpuestos, distorsionados, cuyas parcialidades ya no dividen al territorio como si fuera un puzzle, sino que lo contienen en el todo, como si fuera un holograma, pero asimismo lo vuelven imposible de asir.



También traza un mapa sobre el arte desde sus  orígenes hasta la actualidad. El cuadro, que el personaje de Jed Martin magistralmente titula “Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte”, resume en su interior la esencia de esa “evolución”. Cuando el arte se emancipa del bien y el mal para su existencia pierde su revestimiento de moral y metafísica, pero logra independizarse como disciplina e incorpora valores estéticos a cambio de los éticos que deja en el camino. La representación entonces pasa a ocuparse de la belleza y de lo sublime. Más tarde, pierde a su vez la estética para poder convertirse en valor de cambio, en una mercancía más. Este proceso de despojamiento, de ir perdiendo el ropaje para quedar el objeto convertido en otra cosa –en este caso, en puro objeto de consumo–, está explicitado también en el pasaje que Jed Martin hace  de su mirada sobre el mundo, de su mapa mental. Martin pasa de la fotografía a la pintura y luego al video, de los objetos a las personas y luego a la vegetación, pura y llana topografía del terreno. Dedica los últimos años de su carrera artística a filmar una y otra vez una carretera privada que hace construir en el interior de su finca. ¿Qué es esta obra sino la muestra de la imposibilidad de asir el territorio? ¿Y qué es el recorrido tenaz y persistente de esa carretera interna sino la necesidad de representar el territorio interior, de elaborar el mapa del artista/del hombre? 

Quiero dejar constancia del mundo… Simplemente quiero dejar constancia del mundo”, le hace decir Houellebecq a Martin sobre el final del libro (y de su vida). El mismo deseo que atormenta al Houellebecq real y que lo lleva a escribir novelas para recorrer carreteras, explorar territorios, trazar mapas virtuales que no son más que espacios simbólicos en donde el ser lucha por encontrarse a sí mismo, y apenas si alcanza a hallar pedazos, retazos de un cuerpo que deambula, como en una película de David Lynch, por una carretera perdida.





martes, 6 de septiembre de 2011

Una educación sentimental

                                    A Tomi, mi enfant terrible
"Las películas te producen un efecto determinado cuando eres joven..., te ofrecen una experiencia imaginativa que es difícil de recuperar cuando eres mayor. Te las tragas de un modo del que más tarde ya no eres capaz". Cineclub. David Gilmour


Cuando tomé la decisión de abrir este blog lo hice con la convicción de que necesitaba un espacio propio (antes compartía la web www.leercine.com.ar) en donde los libros –y no el cine– ocuparan el sitio central. Venía de varios años dedicados a la escritura cinematográfica, intercalada también con la literaria, pero principalmente dedicada a la primera. Pese a ello, se me han “escapado” algunas películas en lo que va del trayecto. Es que esto de recomendar libros no es tarea sencilla. El tiempo que insume la lectura supera con creces el que demanda mirar un film, con la posibilidad, incluso, de que luego de días y semanas dedicadas a la bella tarea, el libro termine por pasar de largo sin pena ni gloria. 

Desde el último post a la fecha, he tenido en mis manos varios títulos. Algunos me han gustado y me había propuesto comentarlos  (El fin de semana y Argentinismos), pero el no haberme dispuesto a hacerlo cuando aún resonaban en mi cabeza las ideas que sus lecturas me concatenaron, hizo que el interés pasara de mí. Y si algo me propuse con este blog es escribir desde el entusiasmo, desde ese estado de excitación desbordante que ciertas lecturas logran producirme y me animan, casi como en una partida de abalorios, a multiplicar inspiraciones: la del autor del libro, la mía al escribir sobre el mismo, la de los seguidores del blog que se decidan a leerlo y todas las derivaciones que surjan de ello.

En esta oportunidad, tampoco voy a comentar las lecturas que me ocupan en estas semanas (Recuerdos de un callejón sin salida y Elecciones primarias), pues estaría faltando a la segunda premisa del blog (escribir desde el entusiasmo), voy, en cambio, a recomendar un libro –casualmente, sobre películas– que leí dos años atrás y al que llegué por azar mientras buscaba alguna punta para desarmar el ovillo de un asunto que me aquejaba por aquella época y que me ronda de nuevo por estos días. Aclaro que no es un libro de autoayuda, pese a que su lectura pueda llegar a esclarecer o a llevar consuelo a los espíritus afligidos de algunos padres, en cuyo caso estaríamos en presencia –una vez más– de una de las tantas consecuencias “colaterales” de la buena literatura.



Cineclub es una novela autobiográfica, escrita por el crítico de cine y escritor canadiense David Gilmour (con quien me unen dos oficios y un problema). Gilmour tiene un hijo, Jesse, al que durante su adolescencia no le gustaba estudiar, mejor dicho, no se sentía a gusto con el tipo de educación que se imparte en los colegios secundarios. Su padre, preocupado porque lo veía naufragar en esas aguas caldeadas en las que la impiadosa adolescencia a veces sumerge a sus criaturas, toma la decisión de ofrecerle a su hijo un camino lateral, una vía alternativa al sistema antes de dejar que el sistema termine por engullirlo dentro de sus fauces. Gilmour le ofrece a Jesse dejar el colegio bajo dos condiciones sine qua non: mantenerse fuera del ambiente de las drogas y compartir con él una sesión de cine y reflexión tres veces a la semana. Jesse acepta, y comienza de esta manera un proceso no convencional de educación que se va  a desarrollar sobre la base del afecto y el afianzamiento de la relación que los une. Gilmour va seleccionando las películas con meticuloso cuidado, su “experimento” educativo no está exento de dudas; por momentos, teme pecar de irresponsable a la vez que es consciente de que a su hijo solo lo ayudará su puesta en movimiento aun con los desaciertos que en ella aniden. 
Y es aquí, en este “hacer”, que a vuelo de pájaro y para los cánones convencionales puede parecer ingenuo, en donde reside el principio de salvación para ese joven al que el sistema no le muestra alternativas viables. El universo que Gilmour le ofrece a Jesse, allí a donde lo invita a meter sus narices y espiar, no es solamente el del cine, es también el propio, el de sus pocas certezas adquiridas, el de su experiencia, el de sus aciertos y el de sus errores. Ese padre, que cada tarde se sienta con su hijo a ver Los cuatrocientos golpes de Francois Truffaut, Tener o No Tener de Howard Haws, Más corazón que odio de John Ford, Crímenes y Pecados de Woody Allen, Tuyo es mi corazón de Alfred Hitchcock o ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, entre muchísimas otras obras maestras, le está prestando a su hijo  -apenas por un rato- la lente con la que él mismo observa el mundo como mecanismo para que su hijo pueda construir una lente propia. Nada más y nada menos.



A contrario de lo que pueda pensar cualquiera que se enrole en los preceptos comme il faut que el sistema prevé que pensemos, Gilmour no solo consigue interesar a su hijo por algo más que el rock, las chicas y el vino, sino que también logra invertir el signo de la ecuación y Jesse, luego de un año, decide retomar su educación convencional. Ese tiempo que medió entre el abandono y la vuelta al colegio no fue tiempo perdido, sino recobrado. Fue un extra ganado a la vida por un padre que se atrevió a desandar preconceptos, a romper con una mirada oblicua y  a transitar de la mano de su hijo por un camino no hecho. Menudo trabajo el de salir a cavar surcos en territorio virgen. Asumo que la felicidad de un hijo bien vale los riesgos. Cineclub es el registro de esas osadas e intuitivas pisadas.

David Gilmour escribió un libro, después de la publicación de esta novela, que recibió el premio más importante de literatura en su país. Jesse terminó el secundario y luego estudió la carrera de cine en la Universidad de Toronto. Hoy se pasea por las aulas de una escuela de cine en Praga gracias a la beca obtenida con su primer guión (y a la educación sentimental que supo impartirle su padre). 






www.leercine.com.ar

viernes, 19 de agosto de 2011

Ciudadano Kane



"A lo largo de nuestra vida, solo nieva una vez en nuestros sueños". Nieve. Orhan Pamuk
"Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve". Nieve. Orhan Pamuk 

        Según dicen los textos sagrados, Dios castigó a los hombres que osaron franquear su omnipotencia construyendo una inmensa torre que ambicionaban elevar hasta el cielo. Fue así que les envió en reprimenda la confusión de las lenguas, obligándolos a expandirse por toda la superficie del planeta, presos de las hostilidades que surgieron entre ellos ante tan inexpugnable barrera. Desde ese momento, los mortales andamos pagando las culpas de una lucha absurda entre un dios bastante altanero y unas criaturas demasiado ambiciosas.

Pero así como ha habido algunos que se interesaron en la anodina empresa de escalar las alturas en busca de una deidad que parece no querer acoger a nadie en sus brazos; otros han puesto toda su inteligencia y sensibilidad al servicio de derribar las vallas que separan a los hombres entre sí. Con este fin es que han preferido tender puentes para acortar las distancias, suprimir las diferencias, acercar las posturas. El arte ha sido uno de los ámbitos en donde esta tarea conciliadora ha encontrado el vehículo para desplegarse.
A orillas del Bósforo y desde la fastuosidad de una ciudad –Estambul– que concibe en su seno tanto la opulencia como la decrepitud de más de un imperio, el escritor turco Orhan Pamuk (Estambul, 1952) busca –a través de la firme arquitectura de su prosa– aunar dos culturas afincadas en dos márgenes no tan distantes como opuestas. Sus obras constituyen entonces un tejido formado por una red de tendidos que integran las diferencias entre un Oriente no tan lejano y un Occidente más bien próximo, entre la amargura por las ruinas del pasado y el deseo de renovación del presente, entre el laicismo y la religiosidad, la modernidad y la tradición.
El resultado de esta Babel extendida hacia los laterales, que viene edificando Pamuk, le ha valido tanto su reconocimiento internacional con premios como el Nobel de Literatura (2006) o el de la Paz de los libreros alemanes (2005), entre muchos otros, así como también el odio necio de quienes creen hallar en sus libros y declaraciones públicas alguna absurda ambición por construir una escalera al cielo. Circunstancia ésta que lo ha condenado a que cargar sobre sus hombros amenazas políticas y persecuciones judiciales. No obstante, el mesianismo de sus detractores se enfrenta al temperamento de un hombre que decidió no silenciar sus ideas ni torcer el trayecto de media hora a pie que todos los días le demanda ir de su casa a su estudio, en pos de la seguridad y el respeto que el gobierno de su propio país no le prodiga. Quien haya leído cualquiera de sus novelas (El astrónomo y el sultán, El libro negro, Me llamo Rojo, Nieve, La vida nueva, por sólo nombrar algunas) sabrá que éstas son la clara muestra de que sus ideas no ambicionan inmiscuirse entre asuntos divinos ni verdades reveladas, sino entre las fisuras de los pensamientos turbios y ambiguos de los hombres, sin mayor certeza que la del desconcierto.


Nieve es el resultado de un interesante trazado geométrico que busca unir los vértices de un triángulo compuesto por temas como el islamismo político, el laicismo modernizante y la recuperación de un amor perdido.
Así como Orson Welles hurgaba entre los recuerdos de las personas que habían conocido de cerca a su ciudadano Kane para poder dotar de sentido su vida y hallar las razones que éste dejó sin develar al momento de su muerte; Pamuk indaga, a través de la voz de un narrador, casualmente llamado Orhan y de profesión periodista, en la aleatoria memoria de unos personajes aturdidos por las consecuencias de una compleja realidad política y religiosa sobre un período en la vida de un viejo amigo, un hombre llamado Ka, quien ha muerto en extrañas circunstancias.
Ka (la notoria vinculación al K. de El proceso, de Franz Kafka no responde más que al tendido de un puente entre las márgenes de la literatura) es, a su vez, un poeta que se ha exilado en Frankfurt, Alemania, pero que ha vuelto a Estambul, luego de doce años de ausencia, en ocasión de la muerte de su madre. Una vez allí, y como respuesta a un repentino deseo por regresar a su infancia, Ka se traslada a la ciudad de Kars (kars en turco significa “nieve”), un pueblo  olvidado al noroeste de Turquía, en donde la nieve cae tan copiosamente que termina por convertir el aislamiento en real. En ese ámbito de encierro, Ka emprende una investigación periodística sobre el asesinato del alcalde de la ciudad y los suicidios de varias jóvenes musulmanas, a quienes se les ha impedido usar el velo en las escuelas. La historia transcurre en tan solo tres días, aunque claro, no es la voz de Ka la que narra los confusos hechos que se suceden durante su estadía en Kars, sino la más distanciada de su amigo periodista, en su afán por reconstruir: por un lado, el conjunto de poemas que Ka concibió a su paso por la ciudad y el destino del amor trunco por la bella Ipek; y por el otro, las razones de una revuelta política entre un extremo gobierno secular, que no quiere que se investigue el tema de los suicidios, y una insurrección islamista, que opera desde la clandestinidad y el fundamentalismo.
La novela está escrita con una prosa que fluye y con ciertos toques de humor, y puede ser leída como la historia de un hombre enfrentado a las dicotomías que su pasado y su presente le plantean tanto en el terreno del amor como en el ideológico. Pero Pamuk apuesta a la intelectualización, por lo que termina por convertirla en mucho más que el trazo lineal de una vida, en una puesta en escena sobre la representación de una representación. Ya que por un lado los habitantes de Kars, durante el aislamiento por el temporal de nieve que corta su lazo con el resto del país, asisten a la teatralización de un golpe de estado, que a su vez es la dramatización de una situación política real y compleja. Por otra parte, los medios de comunicación, como el diario y la televisión, hacen su propia pantomima de los hechos, aventurando las noticias aun antes de que éstas ocurran y transmitiendo en directo la actuación de una mujer musulmana que decide quitarse su velo en público. ¿Y qué es acaso el velo sino una representación de una repre (sión)?
Nieve es quizás la novela más política de Pamuk. Aún así, las disquisiciones intelectuales están sazonadas por un fino halo poético y romántico anclado en un paisaje que, así como la nieve, se conforma en su diferencia, pero se vislumbra en su homogeneidad.
Y es precisamente la nieve, silenciosa, lacerante, inmutable, aquello que en el medio del “kaos” conecta a Ka con su silencio interior y lo devuelve a los blancos y reparadores parajes de la infancia, como el “Rosebud” del pequeño (Ciudadano) Kane.
Solo nieva una vez en nuestros sueños.