miércoles, 18 de mayo de 2011

El corazón caliente


La mayoría de los libros de Almudena Grandes son como ella: grandes, en un sentido literal y metafórico del término.
Almudena es una mujer que no pasa desapercibida, tiene una presencia que se impone  tanto cuando se mueve como cuando habla.  Su voz es grave y áspera, y sus palabras poseen sagacidad e inteligencia en idénticas proporciones, al igual que sus libros, que pueden gustar más o gustar menos, pero nunca  producir indiferencia. Esa desmesura para narrar no es solo pasible de ser medida en cantidad de páginas escritas, sino también en la intensidad de las historias relatadas.
Esto pensé el día que la conocí, una tarde de domingo en la Feria del Libro. Yo llevaba un par de horas parada afuera de la sala en donde se iba a realizar la charla, a la espera de que los organizadores abrieran las puertas para dar inicio al evento. Y de pronto la vi acercarse caminando por el pasillo. Venía acompañada por su representante y gente de la casa editorial que la había traído a Buenos Aires. Tenía puesta una campera de cuero negra, grande, muy poco ceñida al cuerpo, un pantalón tipo sastre, y fumaba un cigarillo con el ímpetu de quien fuma el último. Todo lo cual le daba un aspecto bastante rudo a su figura, como de exceso. Me costó al principio darme cuenta de que era ella, pero el recuerdo de su cara en las solapas de sus libros hizo a un lado mis dudas y refrendó mi sospecha. Esa mujer con esa imponencia era la misma que me había deslumbrado en la adolescencia, cuando leí su novela erótica Las edades de Lulú. Había venido a dar una charla sobre no recuerdo qué tema, junto a otro escritor español, que estaba en la lista de los libros que la editorial Tusquets había publicado por esos días. Pero todos los que estábamos ahí sentados en esa sala habíamos ido solo a escucharla a ella. Y ella habló casi sin parar para tomar aliento, de la misma manera que uno se lanza a lectura de sus libros. Contó lo que deseábamos conocer, de dónde habían salido las casi mil páginas de El corazón helado.




Cuenta la anécdota que una tarde del año 1972, Almudena, por aquel entonces una joven de apenas 12 años, se sorprendió al descubrir en una revista del corazón una foto de la cantante y bailarina Josephine Baker en una de esas poses cuya imagen luego recorrió el mundo: semidesnuda y con una pequeña falda de plátanos sujetada en la cadera. Pero su sorpresa fue mayor cuando su madre -al reconocer el asombro en la cara de su hija- le comentó en forma casi aligerada que su abuela la había visto bailar en persona en un teatro de Madrid a fines de los años '20. En un principio, el impacto se debió a que para Almudena se reveló de pronto, y en tan solo un gesto, toda la modernidad de una abuela que había tenido la osadía de asistir a un espectáculo de vodevil cuando el siglo XX apenas despuntaba. Pero claro, ese desfasaje entre lo que ella imaginaba que había sido la época en la que su abuela había sido joven, lo que realmente habían sido aquellos años, y, por otra parte, las posibilidades de libertad -cultural, artística, política o ideológica- de las que ella misma gozaba durante su juventud, respondía a una pregunta mayor. Respondía a la historia de una España que había sido escindida en dos, un país que había roto los hilos de la memoria, y que, como consecuencia de esa ruptura, a los nietos no les resultaba creíble la vida de sus abuelos, y menos aún, la posibilidad de reconocerse en ella.
El eco de esta pregunta quedó resonando en la Almudena que luego se convertiría en escritora para, recién al cumplir cuarenta años, comenzar a esbozar los lineamientos de una respuesta. De su respuesta. El resultado de ese andamiaje echado a andar treinta y pico de años antes lleva el nombre de El corazón helado, y es una magnánima novela en donde su autora busca reconstruir ese tejido de memoria colectiva que en algún momento de la Historia se resquebrajó, dejando escindidas las vidas de casi cuatro generaciones de españoles.
Todo el relato está construido a partir de dos grandes bloques o sub-relatos que avanzan y retroceden en paralelo hasta encontrar un punto de convergencia; cada uno de ellos refiere a una época y a una historia familiar, y ambos edifican las dos caras de un país de las cuales una, a decir de Antonio Machado, “ha de helarte el corazón”.
Uno de los bloques está narrado en primera persona por la voz de Álvaro Carrión y nos adentra en la vida de su recientemente fallecido padre, Julio, un hombre tan exitoso y afortunado como carente de escrúpulos, franquista por conveniencia más que por convicción, y que carga sobre sus espaldas un pasado espurio, lleno de traiciones, ocultamientos y mentiras. La voz de la otra parte de la novela queda en manos de un narrador omnisciente que sigue los pasos de Raquel Fernández Perea, nieta de Ignacio Fernández Muñoz, uno de los tantos republicanos que debió exilarse en Francia, y la mujer en la quien Álvaro se va a perder sucumbiendo a un amor que se aviva en las llamas de rencores antiguos y ajenos. Si bien estas son las criaturas que mueven las ruedas de una trama tan compleja como amena, la novela es mucho más que una historia de amor o venganza, es la suma de otras tantas historias que orbitan alrededor de estas dos familias que atravesaron los años de la Guerra Civil y del franquismo, y que saben que las heridas no cicatrizan si no se las deja primero arder en alcohol.
Hay en El corazón helado una conjunción de buen oficio narrativo, como en todas las novelas de Almudena, y de una gran capacidad para tomar de la mano al lector y conducirlo hasta el final sin permitir que sienta deseos de soltarla, aun cuando por momentos la lectura pueda parecer una tarea inagotable por la magnitud de la obra. Quizás esta dimensión extraordinaria, esta sensación de desborde que recorre algunas de sus páginas -en sintonía con su extensión-, y la misma desmesura que por momentos cobra ese amor entre Álvaro y Raquel, no sea más que la metáfora de aquello que, silenciado y acallado en el pasado, puja por cobrar una nueva forma, por ser nombrado, como una instancia necesaria para dotar de sentido al presente y poder coser los hilos finos de una memoria que hasta hace muy poco dormía el sueño de los débiles.

La misma dimensión apasionada que impone su presencia, esa con la que escribió, en la primera página de mi ejemplar de El corazón helado, la dedicatoria que le pedí cuando, al final de la charla, me acerqué a saludarla:
“Para Daniela. Y ojalá esta larga historia española le caliente el corazón. Un beso. Almudena Grandes”.




3 comentarios:

alvaron dijo...

Y te lo calentó, no? Me gustó mucho tu crónica!

Daniela Vilaboa dijo...

Por supuesto, tanto como algunos de sus otros libros. Esta mujer tiene eso... te deja prendada. Gracias por el comentario.

Santiago dijo...

Quiero leer un blog donde alguien escriba de tu novela, Daniela, y ponga una foto de un ejemplar autografiado. Naciste con un talento excepcional, y esta nota lo confirma.