miércoles, 27 de abril de 2011

El mundo de las pequeñas cosas



Escribir es hacer foco, es detener la lente de la pluma en un momento y un lugar determinados, es elegir una parte ínfima del universo y convertirla en el todo. Pocos son, sin embargo, los escritores que lo consiguen, acosados por la idea de querer crear el universo a través del total y no a partir de una mínima partícula. La gran mayoría se pierde en aburridos andamiajes en donde la reflexión toma el lugar de la acción o la acción no deja espacio para la reflexión. Sólo algunos logran encontrar la fórmula de ese adn para reproducir el mundo entero en cada frase o cada palabra escrita, como si las partes fueran en sí mismas el todo y el todo, necesariamente, la suma de cada una de las partes. 
Jhumpa Lahiri, demuestra en su último libro Tierra desacostumbrada que se puede mostrar el funcionamiento del universo a partir de detenerse a observar el movimiento de un pequeño átomo. Lahiri nació en Londres, de padres bengalíes, pero a la temprana edad de dos años se trasladó con su familia a Rhode Island, en Estados Unidos. Su carrera literaria no es ajena a este recorrido. Una mujer criada en el seno de una familia con fuerte raigambre en las costumbres hindúes, pero inmersa en el centro de la cultura occidental. Del juego de esta dialéctica se desprende una prosa rica en matices, sabia en los tonos medios, compleja en su sencillez. Lahiri orbita sus textos alrededor de dos constantes: la inmigración y la búsqueda de una identidad, pero estos temas son tangenciales a otros que cobran mayor dimensión y profundidad, y le imprimen a las historias cierto aire universal: el amor, la familia, el desencanto, la desdicha, la persecución de la felicidad. 
Tierra desacostumbrada está estructurado en dos secciones que forman un conjunto de ocho cuentos, de los cuales los últimos tres –que son la segunda parte del libro- constituyen una historia entera escrita desde tres puntos de vista narrativos. Una proesa literaria que pone a Lahiri a la altura de los grandes escritores y la ubica, a su vez, más cerca del género de la novela que del cuento, no solo por la extensión de cada historia, sino por el grado de complejidad en el que se subsumen. Cada una condensa un pequeño universo de personajes que por un motivo u otro se encuentran en una tierra desacostumbrada y desde allí deben echar raíces nuevas o desprenderse de las que cargan por herencia. Son padres, hijos, hermanos, maridos, esposas o amantes, cuyos vínculos se hallan atravesados por alguna situación que los tensiona, que los vulnera, que los obliga a tomar decisiones y a abrirse caminos, a poner a prueba la fortaleza de los lazos. El primer cuento y el último son, quizás, los más logrados, en ellos Lahiri demuestra que las grandes emociones no necesitan del exceso para ser transmitidas, sino mas bien de la prudencia, de la prosa cadenciosa, pausada, respetuosa de las palabras y de los silencios. Y sus personajes responden a la misma idea de mesura. Sin embargo, debajo de esa aparente calma emocional, de esa narración sosegada, se agitan pasiones encontradas que, a medida que se avanza con la lectura y la trama se despliega, comienzan a salir a la superficie hasta desbordarla. Y después de esas pequeñas rupturas, de esas grietas que resquebrajan ese dudoso sosiego, ya nada podrá volver al estado de situación anterior. 
Lahiri narra por acumulación, por extensión, por la sumatoria de sentidos, y es imposible mantenerse ajeno a esta escalada emocional cuando uno lee sus textos, hay un trabajo fino de reconocimiento en sus personajes, en las situaciones descriptas, en las formas de pensar y de sentir, pues Lahiri sabe que la tierra desacostumbrada a la que alude no es solo la ajena a la del terruño, a la de los antepasados, a la de la herencia, sino ese terreno indómito, insondable y a la vez tentador –por su imposibilidad de ser alcanzado– de los Otros. 






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