jueves, 16 de junio de 2011

Más de cien años de soledad

"Y, de hecho, ese extraño impulso que tenía de pequeño, el deseo de darle una segunda oportunidad a lo que no tenía ni tendría nunca una segunda oportunidad, es uno de los motores que mueven aún hoy mi mano, cada vez que me pongo a escribir una historia". Una historia de amor y oscuridadAmos Oz.

“Claro que así las cosas no pueden ajustarse en la realidad tal como se ajustan las pruebas en mi carta, la vida es algo más que un rompecabezas; pero con la corrección que resulta de esta objeción, una corrección que ni puedo ni quiero puntualizar, en mi opinión aun así se ha logrado algo tan cercano a la verdad que puede tranquilizarnos un poco a ambos y hacernos más fácil el vivir y el morir. Cartas al padre. Franz Kafka.


Hace un tiempo, luego de terminar la lectura de Estambul, una especie de autobiografía y ensayo sobre la ciudad natal del escritor turco, Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, leí una entrevista en donde éste citaba a Confesiones, de Jean-Jacques Rousseau, como uno de los libros que más impacto le había causado, pues lo había empujado a no perseguir verdades elocuentes o magnánimas como musas de su escritura, sino a explorar en la familiaridad de sí mismo para develar el carácter verdaderamente humano de las cosas. “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, decía otro hombre de las letras, León Tolstoi.
Una historia de amor y oscuridad es el cuadro de la aldea del prestigioso escritor israelí Amos Oz (Premio Israel de Literatura 1998, Premio Goethe 2005, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, entre otros), quien no sólo es reconocido internacionalmente por sus obras literarias, sino también por su incondicional y firme compromiso con el proceso de paz en el Medio Oriente.
Pero no fue, sin embargo, su deseo de conciliar las diferencias religiosas, ideológicas y sociales que anidan en el mundo que le tocó vivir aquello que condujo a Oz a sentir el llamado de la pluma, sino una ambición bastante menor y humilde nacida de la imperiosa necesidad de hallar la pacificación consigo mismo y con su propia historia familiar. Aunque, claro, este ejercicio de indagación interior, de revisionismo personal es tan honesto, inteligente y profundo que resulta inevitable que termine por abrevar en aguas más vastas. Es así como entonces asistimos a un recorrido por más de cien años en la historia de un pueblo y de una nación, una maraña de gente que aún lucha por el reconocimiento del derecho a conservar un espacio propio sin la constante amenaza de perderlo. En esa oscilación involuntaria que la novela hace de lo particular a lo universal estriba el misterio de su verdad agazapada y el cuadro que Oz pinta del mundo.

Construida a partir de ese binomio fundacional que son los padres en la vida de un hijo, la historia se hamaca entre los extremos de diversos opuestos, tensionándolos, poniéndolos en cuestión para extraer de ese duelo la curiosa identidad de este hombre, que a los catorce años decidió mudarse solo a un kibbutz y cambiar su apellido (Klausner por Oz) como forma de “matar” simbólicamente no sólo a su padre, sino también a ese pasado diaspórico que cargaban sobre sus hombros los jóvenes de su misma generación.



En el relato conviven, por un lado, la oposición de dos mundos distintos: el refinado de la Europa cosmopolita, erudita y humanista en la que habían crecido y estudiado sus abuelos y sus padres (oriundos de Rusia, Lituania y Polonia), y el sacrificado de esa tierra prometida y amada de los antepasados, situada en el Medio Oriente Occidental, a la que llegaron corridos por la xenofobia hacia los judíos que se expandían por el continente europeo. Asimismo, la oposición entre dos ciudades como modelos de dos vidas distintas: la provinciana, arraigada en el pasado de la gris y vieja Jerusalén, en donde nació y se crió Oz (creyendo que era “el último bastión del mundo en donde salía el sol cada mañana”), y la más moderna y próspera de la floreciente Tel Aviv. Por el otro, la tensión entre dos herencias muy distantes: la proveniente del luminoso temperamento de su padre, un hombre con una sensibilidad expansiva y extrovertida; y la melancólica existencia de su madre, una mujer retraída y nostálgica, cuya debilidad de carácter terminó por sumirla en una depresión y el suicidio a los tempranos 12 años de su hijo Amos. A su vez, la frustración de su padre, un experto en literatura universal y hebrea, condenado al oficio de bibliotecario toda su vida, un hombre políglota y erudito que nunca logró salir de la sombra que su tío, el renombrado profesor Yosef Klausner, ejerció sobre su propia carrera; y el éxito conseguido por el propio Oz, un escritor despreocupado por la erudición, a quien le “entra un sudor frío al ver una nota al pie de página”.

La novela está construida como una red que se teje y desteje (va y viene en el tiempo sin un orden cronológico dado) alrededor de estos movimientos pendulares, que responden a su vez a dos modelos de universos literarios bien distintos: el tolstoiano y el dostoievskano. Pero Amos Oz se ocupa de demostrarnos en la simplicidad de su trazo –lugar en donde anida la verdadera complejidad de su escritura– y en el acabado retrato social que dibuja, que él se siente más cerca de un mundo chéjoviano.

La epopéyica fundación del Estado de Israel luego de terminado el mandato británico, las tensiones que surgen a partir de ésta y el terreno indómito en el que esa tierra deseada y disputada termina por convertirse no es más que el telón de fondo en donde se despliegan los hechos trágicos que marcaron el recorrido de su infancia.


En los primeros capítulos de Una historia de amor y oscuridad, Oz relata -con ese gran conciliador que es el sentido del humor- la precaria manera en que se comunicaba su familia desde Jerusalén –por vía telefónica- con unos parientes que habitaban al otro lado de las oscuras montañas, en la ciudad de Tel Aviv. Una serie de preparativos insólitos se desplegaban para la ocasión, toda vez que ninguna de las dos familias poseía por aquel entonces (principio de los años 40) teléfono en sus hogares. De esa forma se veían obligados a llamarse mutuamente a las farmacias del barrio (donde sí había línea telefónica), previa cita para un día y una hora determinados, fijados con suficiente antelación y precisión por sendas cartas que iban y venían de una ciudad a otra a la espera de la debida confirmación. El pequeño Amós vivía esta situación no sólo con entusiasmo, sino también con extrema inquietud, producto de la curiosidad que le producía el hecho de que esa sencilla operación de levantar un tubo y oír la voz de otra persona dependía de algo tan complejo como el tendido de un hilo por entre la vastedad de un ríspido y escarpado terreno. La misma complejidad con que Amos Oz tendió hilos a través de las páginas de esta novela para unir ese caleidoscopio que conforman más de cien años en la historia de una saga familiar y de un país cuya paz, asimismo, sigue pendiendo de un hilo.


Ya sobre el final, cuando la oscuridad se empieza a cernir sobre la vida de su madre e, inevitablemente, sobre las páginas del libro, y todo lo narrado se convierte en un rodeo por momentos esquivo, por momentos valiente alrededor de ese triste y solitario final, Oz nos revela la verdad oculta detrás del impulso que lo llevó a escribir una historia que intenta acortar la distancia en años luz que lo separaba de sus padres. El deseo –casi como una necesidad vital– de darle una segunda oportunidad a las cosas que ya nunca la tendrían. En este caso, otorgarle trascendencia a su madre que se fue del mundo casi sin dejar huellas, y devolverle la grandeza y notoriedad a su padre, a quien la vida le esquivó la posibilidad de conquistarse un prestigio (y su hijo, la de conquistar un apellido). Una justa reivindicación poética.


2 comentarios:

raindrop dijo...

Acabo de leer tu reseña y me sigue quedando la imagen de la hamaca entre dos árboles. Quizás porque como figura resume a la perfección el dualismo que se destila de ella.

Desde el propio título de la obra, amor y oscuridad, hasta otros elementos enfrentados: el padre y la madre, las dos ciudades, los modelos literarios, las naciones en conflicto...
Y, en medio, acunado entre los extremos, Oz. O el mismo lector que acompaña su relato.


un saludo

Daniela Vilaboa dijo...

Me gusta lo que se forma entre los intersticios de dos orillas. El movimiento que se genera entre el ir y venir de los dos extremos. De eso está construido el libro. Y la vida.

Gracias por tus palabras.